Bruja mala nunca muere

El pixie continuó dando vueltas a nuestro alrededor, demasiado alterado para quedarse quieto. El Barón, por el contrario parecía estar temblando. Estaba acurrucado hecho una bola de pelo. Parecía que iba a vomitar. Me acerqué despacio, queriendodarle las gracias. Lo toqué en el hombro y dio un brinco. Se me quedó mirando con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas.

 

—?Sacad a ese perro de aquí! —gritó una voz muy enfadada que resonó a través del suelo. Miramos hacia el peque?o punto de luz allí arriba. Los ladridos se alejaron y mi pulso se calmó.

 

—Sí —dijo Jim—, lo han roído recientemente. Se han ido por aquí.

 

—?Cómo se llega ahí abajo? —dijo Trent y me encogí, pegándome al suelo.

 

—Hay una trampilla en el pasillo, pero el hueco tiene salida a la calle a través de cualquiera de los respiraderos. —Sus voces se alejaban conforme se desplazaban—. Lo siento se?or Kalamack —continuó diciendo Jim—, nunca antes habíamos tenido una fuga. Enviaré a alguien ahí abajo enseguida.

 

—No, ya se habrá ido —dijo con controlada frustración y experimenté un sentimiento de victoria. Jonathan no iba a tener un agradable viaje de vuelta. Me incorporé y solté un suspiro. Me quemaban los ojos y la oreja y quería irme a casa.

 

El Barón chilló para llamar mi atención se?alando al suelo. Miré y vi que había escrito con esmerada caligrafía: ?Gracias?.

 

No pude reprimir una sonrisa. Agachada junto a él escribí: ?De nada?. Mi letra se veía fea junto a la suya.

 

—Qué tiernos sois los dos —se burló Jenks—. ?Podemos salir de aquí ya?

 

El Barón saltó hasta la malla que había en la ventana agarrándose con las cuatro patas. Eligió con cuidado el lugar y empezó a roer las costuras con sus dientes.

 

 

 

 

 

Capítulo 23

 

 

Reba?é con una cuchara el fondo de la tarrina de requesón. Inclinándome sobre ella, saqué lo que quedaba y lo eché en el plato. Noté una rodilla fría y me tapé con mi albornoz azul oscuro. Me estaba poniendo morada mientras El Barón volvía a su forma humana y se duchaba en el otro cuarto de ba?o que tanto Ivy como yo habíamos decidido de forma independiente que era el mío. Estaba deseando ver su aspecto real. Ivy y yo coincidíamos en que si había sobrevivido a las peleas de ratas durante quién sabe cuánto tiempo, tenía que estar cachas. Había demostrado ser valiente, caballeroso y no tener miedo a los vampiros, siendo esto último lo más intrigante, ya que Jenks había dicho que era humano.

 

Jenks había llamado a Ivy para que nos recogiese desde la primera cabina que había encontrado. El sonido de su moto (recién salida del taller después de haber derrapado bajo un camión la semana anterior) me pareció un coro de ángeles. Casi lloré al ver su cara de preocupación cuando bajó de la moto vestida de pies a cabeza con ropa motera de cuero. A alguien le importaba si yo estaba viva o muerta. Me daba igual que fuese una vampiresa cuyos motivos seguía sin comprender.

 

Ni El Barón ni yo queríamos meternos en la caja que había traído para nosotros y después de discutir cinco minutos con protestas por su parte y chillidos por la nuestra, finalmente tiró la caja en un callejón con un gru?ido de frustración y nos dejó montar delante. No estaba de muy buen humor cuando salió del callejón con un visón y una rata encima del depósito de su moto, las patas delanteras apoyadas en el panel de mandos. Para cuando atravesamos el atasco de los viernes y empezamos a ganar velocidad entendí por qué a los perros les encanta asomar la cabeza por la ventanilla.

 

Montar en moto siempre era emocionante, pero siendo un roedor era toda una exaltación para el olfato. Con los ojos entornados y los bigotes aplastados hacia atrás por el viento llegué a casa a lo grande. Me daban igual las miradas extra?adas que le echaban a Ivy y que la gente no dejase de pitarnos. Estaba segura de que iba a tener un orgasmo mental por la sobrecarga de información. Casi lo lamenté cuando Ivy entró en nuestra calle.

 

Finalmente empujé con un dedo el último trocito de queso en la cuchara, ignorando los gru?idos de cerdo que hacía Jenks, que estaba sentado en un cucharón colgado sobre la isla central. No había parado de comer desde que me había librado de mi pelaje de visón, pero como no había comido más que zanahorias en los últimos tres días y tenía derecho a un peque?o atracón.

 

Dejé la tarrina vacía sobre el plato sucio que tenía delante y me pregunté si dolería más la transformación siendo humano. A juzgar por los gru?idos masculinos de dolor que llegaron amortiguados desde el cuarto de ba?o antes de abrir la ducha, diría que dolía más o menos igual.