Me estaba ofreciendo a su ni?a y, pensando que empezaba a entrar en razón, extendí los brazos para cogerla. Holly gorjeó de felicidad y percibí la desconocida sensación de sostener entre mis brazos el peso de una persona completamente nueva. Mia dio un paso atrás con un fiero brillo en sus ojos y se quedó mirando el aparcamiento que quedaba detrás de mí. Se acercaba un coche, y sus faros iluminaron el callejón sin salida haciéndolo brillar.
—Gracias, Mia —dije estirando el brazo para coger la mano de Holly antes de que me diera un golpe en la cara—. Haré todo lo que esté en mi mano para que no te la quiten.
Los dedos fríos y pegajosos de Holly se juntaron con los míos e, instintivamente, mi mano los rodeó.
En aquel momento un dolor difuso me invadió. El corazón me dio un vuelco y solté un grito ahogado, incapaz de emitir sonido alguno. Un intenso fuego recorrió cada centímetro de mi piel y recuperé la voz.
Un grito gutural desgarró la gélida noche y caí de rodillas. Tenía la piel ardiendo y el alma en llamas. Era un fuego que surgía de mi pecho y se extendía hacia el exterior.
El dolor me impedía inspirar de nuevo. Podía oír los gritos de la gente, pero estaban demasiado lejos. La sangre me ardía con una intensidad insoportable y, con cada latido, el fuego me salía por los poros. Me la estaban arrancando; me estaban arrebatando el aura y el miedo que sentía la alimentaba.
Escuché a Holly gorjear de felicidad, pero no conseguía moverme. Me estaba matando. ?Mia estaba dejando que Holly me matara y no podía detenerla!
Logré emitir un sonido ronco y entonces, con la misma velocidad con la que había llegado, el dolor desapareció. Sentí que una oleada negra que recorría mi cuerpo al mismo tiempo que mi pulso se desvanecía. Holly gorjeó y sentí que la retiraban de mis brazos. Al desprenderme del peso de su cuerpo perdí el equilibrio y, lentamente, me derrumbé sobre el asfalto. Aun así, la oleada negra seguía recorriendo mi cuerpo y era como si pudiera sentir el aterrador vacío de mi interior, creciendo cada vez más. No podía detenerlo. Ni siquiera sabía cómo hacerlo.
Mia me ayudó a tumbarme y, agradecida por su peque?o gesto, me quedé mirando sus elegantes botas. ?Dios! Debían de costar más que mis tres últimos meses de alquiler. Podía sentir el frío aire de la noche directamente sobre mi alma y, finalmente, Holly me arrebató los últimos restos y la marea negra se redujo a un leve goteo hasta detenerse por completo dejando solo un vacío y mortecino calor.
Intenté respirar, pero no fue suficiente. El contacto de la nieve con mi piel me dolía y gimoteé.
—No permitiré que me quiten a Holly —dijo Mia poniéndose en pie—. Sois unos animales inmundos, y la mataríais, aunque fuera de forma accidental. He trabajado muy duro por ella. Es mía.
Mis dedos se crisparon haciendo rodar una piedrecita gris entre mi fría piel y el asfalto. Mia echó a andar y desapareció, y sus pisadas se desvanecieron rápidamente. Entonces escuché el sonido de la puerta de un coche al cerrarse de golpe y después el coche marchándose al ralentí. Todo lo que quedó fue la nieve que caía, y cada copo dando un ligero golpecito al aterrizar sobre mis párpados y mis mejillas.
No podía cerrar los ojos, pero no pareció importar cuando los dedos dejaron de moverse y, finalmente, la pesada oscuridad me sofocó.
12.
Se percibía un débil olor a antiséptico, y el ir y venir de una voz que hablaba desde la lejanía expresándose en un tono profesional. Más cerca, se escuchaba el murmullo de una televisión, aunque solo se oían los sonidos más graves, como si se encontrara detrás de una gruesa pared. Estaba sumergida en un agradable estado de duermevela, confortable y somnoliento. Había sentido frío y dolor, pero ahora sentía calidez y un profundo bienestar, y estaba encantada de zambullirme en una actitud de indolencia.
Sin embargo, el distintivo olor de las sábanas que me cubrían hasta la barbilla provocó un cosquilleo en mi memoria, abriéndose paso insidiosamente a través de mi cerebro en busca de un pensamiento consciente. Y entonces encontró uno.
—?Mierda! —gru?í sintiendo un torrente de adrenalina. Entonces me erguí, con los ojos muy abiertos, y un miedo irracional me sacó de golpe de mi aturdimiento. Estaba en el hospital.
—?Rachel?
Presa del pánico, me giré hacia el sonido de las alas de pixie, con el sudor empezando a gotear sobre mí. Jenks se encontraba a pocos centímetros de mi nariz. Sus diminutos ojos estaban contraídos y asustados, y me infundieron temor.
—Tranquila, Rachel —dijo despidiendo una neblina anaranjada que coloreó mis rodillas dobladas—. Estás bien. ?Mírame! ?Estás bien!
Entreabriendo la boca, me concentré en él y me obligué a respirar lentamente. Estaba bien y, tan pronto como lo asimilé, asentí con la cabeza. Unos rizos deshilachados y sucios me cayeron sobre los ojos y me bloquearon la vista; los retiré con una mano temblorosa. El esfuerzo pareció pasarme factura y me dejé caer sobre la cama, ligeramente alzada.
—Lo siento —dije quedamente. él aterrizó sobre mi rodilla, cubierta por una manta—. Creí que estaba en el hospital.
Jenks me miró con expresión preocupada y sus alas se detuvieron.