Bruja blanca, magia negra

En una esquina había un numeroso grupo de pixies entretenidos con un pobre ratón muerto de miedo e, ignorando la terrible escena, introduje los pies en las botas y anudé los cordones. A continuación, me puse el abrigo y dirigí la mirada desde el vestíbulo, que se encontraba completamente a oscuras, en dirección a la penumbra del santuario, que todavía lucía los adornos navide?os y objetos decorativos del solsticio. Una cálida sensación se apoderó de mí, relajándome, y me pregunté si realmente era capaz de percibir el olor a carbón y a betún de los zapatos o era solo producto de mi imaginación. Entonces escuché el cascabel de Rex, que se unía al alboroto de los pixies; me detuve unos instantes y observé cómo tomaba asiento al comienzo del pasillo, y se quedaba mirándome. ?Era posible que estuviera contemplando a Pierce?

 

—Hasta luego, Pierce —musité—. No hagas caso a Jenks. Solo se preocupa por mi seguridad.

 

Y con una breve sonrisa, abrí la puerta y me adentré en el gélido aire invernal.

 

 

 

 

 

10.

 

 

El pa?o de cocina llevaba un buen rato empapado, pero estábamos a punto de acabar y no merecía la pena cambiarlo por uno seco. Robbie estaba fregando, yo secaba y Marshal colocaba las cosas en su sitio con ayuda de mi madre. A decir verdad, la auténtica razón por la que estaba allí era para controlar que Robbie y yo no nos enzarzáramos en una de nuestras infames guerras de agua. Sonreí y le pasé un cuenco a Marshal. El olor a roast beef y a tarta de caramelo y mantequilla todavía flotaba en el ambiente, despertando en mí los recuerdos de las noches de domingo, cuando Robbie venía a visitarnos. Por aquel entonces, yo tenía doce a?os y él veinte. Y entonces papá falleció y nada volvió a ser lo mismo.

 

Robbie se dio cuenta de mi cambio de humor y, apretando el pu?o, lo sumergió con fuerza en el agua provocando una buena salpicadura que aterrizó directamente en mi parte del fregadero.

 

—?De qué vas? —le reproché justo en el preciso instante en que volvía a salpicarme.

 

—?Mamá! —grité.

 

—Robbie… —le recriminó ella sin ni siquiera alzar la vista de las tazas del café que estaba colocando sobre una bandeja.

 

—?Pero si no he hecho nada! —protestó.

 

Mi madre se volvió con un destello en la mirada.

 

—Siempre la misma historia —se lamentó—. Sinceramente, nunca entendí por qué tardaban tanto en recoger la cocina. Aligerad un poco. El único que está haciendo algo es Marshal —a?adió mirándolo con una expresión resplandeciente que provocó que se sonrojara.

 

—?Que te den! —farfulló Robbie en tono afable.

 

La verdad era que Robbie y Marshal habían congeniado casi de inmediato, y habían pasado la mayor parte de la noche charlando sobre música y deportes universitarios. En cuestión de edad, Marshal estaba más cerca de Robbie que de mí, y resultaba agradable comprobar que, por una vez, mi hermano daba el visto bueno a uno de mis novios. Aunque Marshal y yo no estábamos saliendo, verlos juntos me producía cierta melancolía, como si se me hubiera presentado la oportunidad de echar un vistazo a algo a lo que había dado la espalda. Así era como debían de ser las familias normales, en las que los hijos incorporaban nuevos miembros a la familia… y se iba creando la sensación de pertenecer a algo grande.

 

El hecho de que la conversación durante la cena se hubiera centrado casi exclusivamente en la de Robbie y Cindy tampoco ayudaba mucho. Resultaba obvio que iban en serio, y era evidente que la felicidad de mi madre aumentaba por momentos ante la posibilidad de que Robbie sentara cabeza y entrara a formar parte del ?ciclo de la vida?. Yo había renunciado a la idea de la familia feliz tras la muerte de Kisten (descubrir que mis hijos serían demonios fue la guinda del pastel), pero ver cómo Robbie recibía un montón de palmaditas en la espalda por hacer algo que, en mi caso, habría resultado una irresponsabilidad, me sacaba de quicio. La rivalidad entre hermanos era un verdadero asco.

 

Al menos, la presencia de Marshal me permitía fingir. Tanto mamá como Robbie estaban impresionados por el hecho de que la venta de su propio negocio le hubiera proporcionado los suficientes beneficios como para costearse un máster sin necesidad de buscarse un trabajo. Lo de entrenar al equipo de natación era solo una forma de conseguir bajar el importe de la matrícula y disponer de un dinero extra para sus gastos. Había albergado la esperanza de que se hubiera pasado por la secretaría de la universidad para averiguar por qué habían rechazado mi cheque, pero, por lo visto, estaba todo cerrado con motivo de las vacaciones del solsticio.

 

Tras propinar un suave manotazo a Robbie con el reverso de la mano por haber dicho ?que te den?, mi madre le indicó a Marshal dónde se colocaban los vasos y empezó a disponer en un plato las últimas galletas de la celebración del solsticio. Eran redondas y, además de presentar los típicos tonos dorados y verdes, todas y cada una de ellas tenían dibujada una runa de la suerte. Mi madre siempre ponía el alma en todo lo que hacía.

 

Apenas se dio la vuelta, Robbie amenazó con lanzarme otro chorro de agua. Cerré los ojos y lo ignoré. Llevaba toda la noche intentando quedarme a solas con él para preguntarle por el libro, pero, ya fuera por Marshal y otras veces por mi madre, no se había presentado la ocasión. Por lo visto, iba a tener que pedir un poco de ayuda. Marshal no era una persona maliciosa por naturaleza, pero sabía que no tendría inconveniente en seguirme el juego.