Bruja blanca, magia negra

Ella se giró con el bagel en un plato y se apoyó sobre la encimera más distante.

 

—Tengo pendiente una charla con alguna gente —respondió dándole un cuidadoso bocado al trozo de pan y dejando entrever sus colmillos—. He estado en el barco —comentó con la boca llena—. Por cierto, gracias por esperar. Ha sido todo un detalle por tu parte.

 

Ford inclinó la cabeza y la tensión del ambiente disminuyó.

 

—?Has descubierto algo?

 

Yo ya conocía la respuesta y me incliné por debajo del nivel de la encimera para volver a guardar en la parte posterior del armario mi bolsa de sal de diez kilos. Una vez quedó oculta tras la freidora, cerré de un portazo pensando que las últimas dos horas habían supuesto una pérdida de tiempo. Ya no recordaba la última vez que había preparado un hechizo sin obtener ningún resultado. Quizás podía preguntarle a mi madre. De ese modo, también tendría una excusa para subir al ático.

 

—El asesino de Kisten era un vampiro no muerto —declaró Ivy reprimiendo tal cantidad de rabia en su voz de seda gris que sentí un escalofrío—. Pero eso ya lo sabíamos. Sin embargo, su olor me resulta familiar —a?adió.

 

Al oír sus palabras, me giré con un pu?ado de cucharas de cerámica para realizar hechizos en la mano. Sus ojos volvían a tornarse negros, pero era consciente de que no lo había provocado mi pulso acelerado.

 

—Es una buena noticia —dijo con una voz algo ronca—. Significa que debe de tratarse de un vampiro de Cincy y probablemente todavía sigue aquí, tal y como sugirió Rynn Cormel. Estoy segura de haberlo olido antes, pero no logro ubicarlo. Tal vez me topara con él en alguna ocasión en una casa de sangre. Hubiera sido más sencillo si el olor no hubiera tenido seis meses.

 

Sus últimas palabras eran algo más que una acusación velada, y yo me puse de nuevo a recoger sin decir ni una palabra. Me alegraba de no haber presenciado el momento en que Ivy había descubierto que conocía al vampiro que había asesinado a Kisten. Tenía que ser alguien de fuera de su camarilla, o habría percibido el olor la misma ma?ana que encontramos a Kisten.

 

—Eso no sería un problema si alguien que yo me sé no me hubiera suministrado una poción para olvidar —dije secamente.

 

Jenks dejó escapar un intenso destello de luz blanca.

 

—?Ya te dije que lo sentía! —gritó. Sus hijos se dispersaron y Ford alzó la cabeza de golpe—. Estabas decidida a intentar atravesar con una estaca a ese cabrón, Rachel, y tenía que detenerte antes de que acabara contigo. Ivy no estaba allí, ?y yo soy jodidamente peque?o!

 

Conmocionada, estiré la mano para detenerlo cuando vi que salía disparado.

 

—?Jenks? —lo llamé—. ?Lo siento mucho, Jenks! No pretendía que sonara de ese modo.

 

Abatida, me giré hacia Ford e Ivy. Me estaba comportando como una fastidiosa insensible. ?Con razón Jenks estaba de mal humor! Ivy y yo intentábamos encontrar al asesino de Kisten, y Jenks era el que había echado a perder la forma más sencilla de solucionarlo.

 

—Lo siento —dije con expresión culpable—. Ha sido muy desconsiderado por mi parte.

 

Ford me miró a los ojos y metió los pies bajo la silla.

 

—No te mortifiques. No eres la única que toma decisiones precipitadas que acaban pesando sobre su conciencia. Jenks tiene algunos conflictos internos que tiene que resolver. Eso es todo.

 

Ivy soltó una risotada mientras giraba el bagel para poder cogerlo mejor.

 

—?Se trata de una opinión profesional?

 

Ford se rió entre dientes.

 

—Precisamente tú eres la menos indicada para arrojar piedras a los demás —sentenció—. Ignoraste una pista durante seis meses porque te sentías culpable por no haber salvado a las dos personas que más querías.

 

Sorprendida, me volví hacia Ivy, que, tras una primera expresión de sorpresa, alzó un hombro para mostrar su indiferencia.

 

—Ivy —dije, apoyando la espalda en la encimera—, la muerte de Kisten no fue culpa tuya. Ni siquiera estabas allí.

 

—Pero si lo hubiera estado, tal vez no habría sucedido —respondió quedamente.

 

Ford se aclaró la garganta y se quedó mirando el pasillo abovedado cuando Jenks entró volando apesadumbrado. Matalina estaba suspendida en el aire a la altura del dintel, con los brazos cruzados y un gesto severo en su rostro. Por lo visto, la juiciosa pixie estaba practicando sus propias técnicas psicoanalíticas y no estaba dispuesta a permitir que su marido se encerrara en el escritorio con cara de malhumor.

 

—Lo siento, Rachel —dijo él posándose sobre mi hombro—. No debería haberme largado de ese modo.

 

—No pasa nada —murmuré—. No era mi intención echarte las culpas de nada y ni siquiera me he dado cuenta de lo mal que ha sonado. Me salvaste la vida. Además, antes o después, recuperaré la memoria. Hiciste lo que debías. Solo quiero saber lo que sucedió.

 

Ford se reclinó sobre la silla y se guardó el lápiz.

 

—Estoy seguro de que lo conseguirás. Los recuerdos están empezando a aflorar.