Bruja blanca, magia negra

—Pierce es el fantasma, ?verdad?

 

 

Jenks despidió un estallido de luz.

 

—?Ha estado espiándonos! —gritó, y yo me pregunté por qué estaba tan desquiciado. Ni Ivy ni Ford parecían estarlo.

 

—?Por las tetas de Campanilla! ?Nadie más se da cuenta de lo que eso supone? ?Lleva un a?o aquí! ?Escuchándolo todo! ?Tenéis idea del montón de mierda en el que hemos estado metidos durante los últimos doce meses? ?Y tú quieres darle una voz a este tipo?

 

Fruncí el ce?o. En cierto modo, Jenks tenía razón. Secretos. Gracias a ellos, seguía con vida: el hecho de que Trent fuera un elfo, que yo fuera una protodemonio y también mi pacto con Al. Mierda. Lo más probable era que Pierce conociera el nombre de invocación de Al. Y el mío. Todo.

 

—Pierce nunca diría nada —repliqué, pero Jenks interpretó el tono quedo de mi voz como signo de inseguridad y voló triunfante hasta Ivy.

 

Ignorándolo, la vampiresa introdujo el pan en la tostadora.

 

—?Puedes hacer algo así? —preguntó sin mirarme a la cara—. ?Otorgarle un cuerpo a un espíritu…?

 

En ese momento se le quebró la voz y se giró. El atisbo de esperanza que bordeaba su mirada era tan frágil como una delgada capa de hielo, y su visión me resultaba tremendamente dolorosa. Sabía muy bien en qué estaba pensando. Kisten estaba muerto. Jenks, que había percibido lo mismo que yo, perdió parte de su energía.

 

Sacudí la cabeza y las comisuras de sus párpados se tensaron de una forma casi imperceptible.

 

—Se trata de un hechizo temporal —le expliqué de mala gana—. Solo funciona con las almas que se encuentran en el purgatorio. Y se requiere una gran cantidad de energía colectiva para llevarlo a cabo. Tendré que esperar hasta A?o Nuevo solo para intentarlo. Lo siento, pero no puedo hacer volver a Kisten, ni siquiera por una noche. —Inspiré profundamente y concluí—: Si Kisten estuviera en el purgatorio, ya lo sabríamos.

 

Ella asintió con la cabeza como si no le importara, pero cuando estiró el brazo para coger un plato, su rostro estaba te?ido de tristeza.

 

—No sabía que pudieras hablar con los muertos —comentó en tono reposado dirigiéndose a Ford—. No se lo cuentes a nadie o te convertirán en un inframundano y la SI te pondrá a trabajar.

 

El psiquiatra se revolvió inquieto en su silla; probablemente estaba absorbiendo el abatimiento de Ivy.

 

—En realidad, no puedo —admitió—. Sin embargo, con este tipo… —Con una tenue sonrisa apuntó hacia donde se encontraba Rex, sentado junto al umbral, mirándome de un modo que hizo que se me pusiera la carne de gallina—. Se expresa con una coherencia inusitada. Nunca me había topado con un fantasma que fuera consciente de que estaba muerto y que se mostrara abierto al diálogo. La mayoría están enganchados a un patrón de comportamiento compulsivo, atrapados en su propio infierno personal.

 

Arrodillándome, introduje bajo la encimera los pucheros de cobre para realizar hechizos que no había llegado a manchar, con mi pistola de pintura de color rojo cereza en el interior del más peque?o. Los guardaba casi a ras del suelo por una buena razón. Sin embargo, cuando Ivy soltó un grito ahogado, me puse en pie de golpe.

 

—?Eso es mío! —exclamó ondeando el mapa del invernadero en el que yo había escrito las letras del alfabeto. Ford estaba encogido contra el respaldo de su silla y los ojos de Ivy se estaban tornando de color negro.

 

—Lo siento —se disculpó Ford esquivando su mirada como si hubiera sido el culpable del estropicio.

 

Jenks emprendió el vuelo y yo me sacudí la sal de las rodillas.

 

—He sido yo —admití—. No sabía que fuera importante. Lo borraré.

 

Ivy se detuvo a pocos centímetros del psiquiatra con la mirada encolerizada, agitando las puntas doradas de sus negros cabellos y Jenks aterrizó en el hombro de Ford con intención de protegerlo. El pobre hombre se estremeció por la cercanía, pero no se movió de donde estaba mientras Ivy parecía recuperar la compostura.

 

—No te molestes —dijo bruscamente y, cuando su bagel saltó de la tostadora, dejó el papel bocabajo sobre la mesa que había delante de Ford con un sonoro manotazo.

 

Temblando, limpié las migas de mi cuchillo ceremonial y le acerqué uno de mesa. Permitir que una vampiresa utilizara un instrumento ceremonial de magia negra para cortar por la mitad un panecillo en forma de rosquilla no era una buena idea. Lentamente, mientras extendía una gruesa capa de queso de untar en el bagel, Ivy relajó su postura. Luego se quedó mirando el cajón en el que había metido el cuchillo y, con lo que interpreté como una gran concesión por su parte, rompió el silencio con un escueto: ?Tampoco era tan importante?.

 

En ese momento, Ford se guardó su amuleto como si hubiera decidido marcharse.

 

—?Vas a salir, Ivy? —preguntó.