Bruja blanca, magia negra

En aquel momento divisé la sombra de Ivy, que pasaba por delante de mi puerta, mientras que Jenks se había convertido en un peque?o destello situado en su hombro mientras susurraba algo en tono alarmado.

 

—?Hola, Ivy! —exclamé dándole una patada al último de los zapatos e intentando cerrar la puerta del armario. A continuación, consciente de lo poco que le gustaban las sorpresas, a?adí—: Ford está en la cocina.

 

Desde la habitación de Ivy se escuchó un preocupado ?Hola, Rachel? e, inmediatamente después, un lacónico ??Quítate de en medio, Jenks!?, seguido por un leve empujón.

 

—?Eh! ?Dónde está mi espada?

 

Alcé las cejas y, tras meter mis zapatillas de estar por casa bajo la cama de una patada, me dirigí al vestíbulo.

 

—La última vez que la engrasaste, la dejaste en las escaleras del campanario. —Entonces, tras unos segundos de vacilación, pregunté—: ?Qué pasa?

 

Ivy se dirigía de nuevo hacia el santuario, ondeando su largo abrigo invernal, y haciendo sonar sus botas deliberadamente sobre el suelo de madera. Jenks volaba de espaldas frente a ella, moviéndose hacia delante y hacia atrás sin dejar de despedir destellos dorados. Cuando me lo hacía a mí, conseguía sacarme de quicio y, por la rigidez con que movía los brazos, imaginé que a Ivy le sucedía lo mismo.

 

—?Es un fantasma, Ivy! —chilló—. Rachel lo invocó cuando era una ni?a y ha vuelto.

 

Apoyándome en el marco de la puerta con los brazos cruzados, le espeté:

 

—No era ninguna ni?a. Tenía dieciocho a?os.

 

De pronto, las chispas que desprendía se tornaron plateadas.

 

—Y está colado por ella —a?adió.

 

?Por el amor de Dios!, pensé perdiéndolos de vista en el oscuro vestíbulo, excepto por la luz que despedía Jenks.

 

—?Tenemos un fantasma salido? —preguntó Ivy, ligeramente divertida.

 

Entorné los ojos.

 

—Esto no tiene ninguna gracia —respondió Jenks con brusquedad.

 

—?No está salido! —dije alzando la voz, sobre todo por la vergüenza que me estaba haciendo pasar Jenks. Lo más probable era que Pierce lo estuviera oyendo todo—. Es un buen tipo.

 

No obstante, mi mirada se tornó distante al recordar los ojos de Pierce, su fulgurante color negro, y el escalofrío que sentí cuando me besó en el porche de mi casa, decidido a capturar al malvado vampiro y convencido de que conseguiría que me quedara al margen.

 

Sonreí, recordando mi antigua inexperiencia en cuestiones del corazón. Tenía dieciocho a?os, y estaba prendada de un carismático brujo con ojos de granuja. No obstante, aquello había sido un punto de inflexión en mi vida. Juntos habíamos salvado a una pobre ni?a de las garras de un vampiro pedófilo, el mismo que había hecho que le enterraran vivo en el siglo XVII, lo que me pareció una bonita forma de justicia poética. En su momento pensé que este hecho habría bastado para que su alma descansara en paz, pero, por lo visto, no había sido así.

 

Aquella noche me había sentido viva por primera vez. El subidón de adrenalina y de endorfinas había provocado que mi cuerpo, que todavía se estaba recuperando de la enfermedad, se sintiera… normal. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba dispuesta a arriesgarlo todo con tal de sentirme así en todo momento. Y la mayoría de los días lo había conseguido.

 

La ágil figura de Ivy cruzó el lúgubre vestíbulo como si fuera un espectro en dirección a donde me encontraba, seguida por una estela de pixies que la acribillaban a preguntas. En su mano sujetaba la espada enfundada, y la preocupación me invadió.

 

—?Para qué te hace falta la espada? —le pregunté. De repente sentí un escalofrío. Había estado en el barco. Había descubierto algo, e iba a seguirle la pista, espada en mano, hasta la salida del sol. Mierda.

 

—Has estado en el barco.

 

Su perfecto rostro ovalado mostraba una expresión serena, pero el ímpetu y la decisión con que caminaba provocaron que se me hiciera un nudo en la garganta.

 

—Sí. He estado en el barco —me confirmó—, pero todavía no sé qué es lo que había allí, si es eso lo que quieres saber. ?Tú no tenías una cita con Marshal?

 

—No es una cita —respondí ignorando el hecho de que Jenks estuviera suspendido en el aire a poca distancia, despidiendo chispas de frustración—. Me va a rescatar de una madre excesivamente entusiasta. ?Para qué quieres la espada si no sabes lo que había en el barco?

 

—?A la mierda con la espada, Ivy! —gritó Jenks. Y no me sorprendió que sus hijos estuviesen cuchicheando en la oscuridad de las vigas del santuario en ese momento—. ?Esto es serio! ?Lleva meses aquí! Ha estado cambiándole los tonos del móvil y asustando a mi gata. ?Espiándonos!