—Bueno —dijo sentándose de nuevo en la silla de Ivy y colocándose a Rex en el regazo—, como bien sabes, trabajo por horas. ?Dónde crees que estaremos más cómodos?
—?No preferirías que nos tomáramos un café? —sugerí, mientras guardaba de nuevo la lágrima en el bolsillo del abrigo a falta de un lugar mejor—. No me siento de humor para intentar recordar al asesino de Kisten. ?Estúpida gata! No permite que la toque, pero se deja achuchar por un perfecto desconocido.
Sus oscuros ojos se dirigieron hacia la cafetera apagada.
—Nunca se está de humor para algo así —dijo quedamente.
—Ford… —gimoteé. En ese preciso instante uno de los pixies soltó un chillido y Ford se estremeció mientras su rostro se volvía completamente blanco. Irritada, miré a Jenks.
—?Podrías llevarte a tus hijos de aquí? Me están dando dolor de cabeza.
—?Ya basta! Jumoke se encargará de la semilla —sentenció con rotundidad, zanjando las protestas con un agudo chasquido de las alas—. ?Ya os había dicho que no os gustaría! —exclamó—. Y ahora, fuera de aquí. Jumoke, pregúntale a tu madre dónde esconde las semillas. Allí estará segura hasta la primavera.
De ese modo, también se aseguraba de que, cuando falleciera, alguien más supiera dónde ocultaba su valiosa reserva de semillas. La esperanza de vida de los pixies era un asco.
—?Gracias, papá! —gritó el eufórico pixie mientras salía volando de la habitación arrastrando al resto en un torbellino de ruido y de color.
Aliviada, rodeé la encimera central y me senté en mi sitio. Ford empezaba a tener mejor aspecto y, cuando Rex echó a correr tras los pixies, vaciló en su asiento hasta encontrar una posición más cómoda. Jenks descendió de inmediato y se situó frente a él con los brazos en jarras.
—Lo siento —se excusó—. No volverán.
Ford volvió a mirar la cafetera.
—Uno de ellos sigue ahí.
Empujé los libros demoníacos y los coloqué junto a los de la universidad para hacer un poco de espacio.
—?Qué cabrón! Farfullé levantándome para prepararle un café a Ford.
Jenks frunció el ce?o y soltó un agudo silbido. Con una sonrisa burlona, esperé a ver quién era el curioso, pero no apareció nadie. Tal vez podía buscar alguna otra excusa para perder un poco más de tiempo. Quizás podría hablarle de Jenks.
—Gracias, Rachel —dijo Ford con un suspiro—. Me vendría bien un poco de cafeína. Porque espero que sea un café como Dios manda.
Tras llenar una taza, la metí en el microondas y lo puse al máximo.
—El descafeinado es un castigo cruel y poco común.
Jenks recorría la cocina como una luciérnaga escapada del infierno, despidiendo chispas para crear rayos de sol artificiales.
—No lo encuentro —gru?ó—. Me estaré haciendo viejo. ?Estás seguro de que hay alguien?
Ford inclinó la cabeza como si estuviera escuchando.
—Segurísimo. Es una persona.
Jenks esbozó una sonrisa al escuchar que había incluido a los pixies en la categoría de personas. No todo el mundo mostraba la misma sensibilidad.
—Iré a contarles las narices. Enseguida vuelvo.
Acto seguido, abandonó la cocina como una exhalación y abrí el microondas. La taza de Ford se había calentado lo suficiente y, mientras me inclinaba para colocarla junto a él, le susurré:
—?Te importaría que saliéramos un momento para hablar de Jenks?
—?Por qué? —preguntó como si supiera que estaba intentando escabullirme—. Sus emociones son estables —a?adió bebiendo un sorbo de café—. Son las tuyas las que no dejan de saltar como un montón de conejitos en una freidora.
Fruncí el ce?o al escuchar el símil y me senté en mi silla acercándome mi café frío.
—Es por Matalina —respondí en voz baja esperando que el curioso no me oyera, y mucho menos Jenks.
Ford dejó la taza sobre la mesa, aunque siguió rodeándola con los dedos para disfrutar del calor que desprendía.
—Rachel —dijo en un tono aún más bajo—. No quiero sonar manido, pero es ley de vida, y Jenks encontrará el modo de superarlo. Todo el mundo lo hace.
Eché la cabeza hacia atrás y hacia delante sintiendo un escalofrío.
—Ese es el problema —dije—. él no es humano, ni tampoco un brujo o un vampiro. Es un pixie. Es posible que, cuando su esposa muera, decida abandonarse para marcharse con ella.
Era una idea bastante romántica, pero tenía la sensación de que era algo bastante común entre los pixies.
—Tiene muchos motivos para seguir viviendo. —Los huesudos dedos de Ford apretaron con fuerza la porcelana, y luego se relajaron—. Tú, la empresa, los ni?os. —Y, con la mirada perdida, sugirió—: Tal vez podrías preguntarle a alguno de sus hijos si es normal.
—Me da miedo —reconocí.
Se oyó el zumbido de las alas de Jenks, que entraba en la sala de estar, y el rostro de Ford adquirió una expresión neutra.
—Me ha contado Edden que Marshal encontró a alguien bajo tu iglesia.