Bruja blanca, magia negra

Aun así, conforme cruzábamos el aparcamiento, me fui fijando en todos y cada uno de los rostros que nos rodeaban, oteando el horizonte, comprobando que nadie nos siguiera e inspirando profundamente con el propósito de distinguir los característicos olores de hombres lobo, vampiros o brujos mientras fingía que no pasaba nada e intervenía en la conversación cuando me preguntaba por los grupos de música que había estado escuchando últimamente. A pesar de que todavía estaba tensa, cuando llegamos al coche y descubrí que Denon no me estaba esperando, respiré aliviada.

 

Claramente feliz por que nos fuéramos a casa, Robbie continuó charlando mientras metíamos sus cosas en el maletero y se introducía con cierta dificultad en el asiento del copiloto. Una vez dentro, puse la calefacción al máximo para Jenks que, inmediatamente, empezó a despotricar sobre mi perfume y se instaló en el hombro de Robbie. No obstante, creo que la verdadera razón no era mi perfume, sino que mi hermano, cuya ropa primaveral no lo abrigaba lo suficiente, había puesto todas las rejillas apuntando hacia él. La conversación decayó cuando Robbie descubrió el detector de magia de alto nivel que colgaba de mis llaves. Sabía perfectamente lo que era (él también había presenciado cómo mi padre se preparaba para ir al trabajo) y, aunque frunció el gesto, preocupado por el hecho de que su hermana tuviera que llevar un amuleto para protegerse de posibles bombas lapa, no dijo ni una palabra.

 

No empecé a tranquilizarme hasta que no llegamos a la autopista y nos dirigimos camino a casa. Aun así, me pasé el viaje vigilando por el espejo retrovisor por si divisaba las luces intermitentes de la SI y pensando: ?Acaso he vuelto a acercarme demasiado a uno de sus chanchullos? Y, si así fuera, ?debería retroceder o destaparlo todo una vez más?

 

Con los ojos gui?ados, no solo por la luz del sol, sino también por mi mal humor, recordé la cara de cabreo de Robbie al descubrir que habían estado hurgando en sus cosas. Entonces decidí que sí, que iba a dejar que todo aquel asunto saliera a la luz.

 

 

 

 

 

8.

 

 

Mientras estaba sentada a la antigua mesa de Ivy, ojeando uno de los viejos libros demoníacos de mi padre en busca de una receta para crear un amuleto localizador, la cálida brisa del calefactor hizo que los rizos me empezaran a hacer cosquillas en el cuello. Jenks estaba leyendo por encima de mi hombro, y el hecho de tenerlo allí, suspendido a apenas medio metro de distancia, me estaba sacando de quicio. En mi opinión, no le hacía ninguna gracia que siguiera buscando, a pesar de haber encontrado una receta en mis mundanos, y mucho más seguros, libros de magia terrestre. La mayoría de los hechizos de detección, ya fueran terrestres o de líneas luminosas, hacía uso de la magia simpática, es decir, utilizabas un objeto que estuviera en tu poder para detectar cualquier cosa que pudiera interesarte, ya fueran bombas lapa, carteristas o micrófonos ocultos. No obstante, los localizadores de magia terrestre lo hacían encontrando auras a larga distancia. Era demasiado sofisticado, y esperaba que los demonios tuvieran una versión más sencilla. Si así fuera, las posibilidades de conseguirlo eran mucho mayores.

 

Me había largado de casa de mi madre hacía como una hora, con la excusa de que tenía trabajo pendiente y prometiendo que volvería a medianoche. Robbie no le había contando nada a mi madre del incidente del aeropuerto, pero seguía cabreada por el hecho de que le hubieran registrado el equipaje. A decir verdad, lo que estaba era preocupada, pero se me daba mejor combatir el enfado que el miedo.

 

Se estaba poniendo el sol, y la penumbra se había apoderado de la cocina. Al otro lado de las cortinas azules, el cielo tenía un desabrido color gris y, deseando apartar a Jenks de mi hombro, me puse en pie con el libro provocándome un leve cosquilleo en las puntas de los dedos, y moví el interruptor de palanca que había junto al pasaje abovedado. Jenks celebró la potente luz de los fluorescentes con un zumbido de alas, y me dirigí a la isla central arrastrando los pies. Sin levantar la vista de las páginas, dejé caer el libro con un golpe seco, crucé los tobillos y me incliné sobre él, pasando las hojas con la punta de un lápiz. Me hubiera gustado decir que la razón por la que estaba tan frío era porque había estado mucho tiempo en el campanario, pero sabía que no era cierto.

 

Jenks se acercó zumbando, arreglándoselas para que el ruido de sus alas adquiriera un tono reprobatorio. Rex observaba desde el umbral, con las orejas de punta, mientras la campanilla que le había colocado Jenks el pasado oto?o resplandecía con la luz. Aunque sabía muy bien que no funcionaría, intenté convencerla de que entrara. El único motivo por el que estaba allí era Jenks. Colocándose a cinco centímetros de las páginas amarillentas, el pixie se puso las manos sobre las caderas y se me quedó mirando. Era imposible no darse cuenta de que el polvo que despedía hacía brillar las letras de tinta escritas a mano. Interesante…