—?De acuerdo! —se oyó decir a Jenks desde la distancia. Rex había echado a correr tras él, con la cola erguida, las orejas de punta y haciendo sonar su peque?o cascabel. Los dos pixies de la ventana retomaron la discusión, pero esta vez en voz baja, lo que resultaba casi más desagradable que cuando gritaban.
Tras echar un último vistazo a la maldición, dejé una se?al y cerré el libro. Tenía todo lo que hacía falta, pero el objeto identificativo, en este caso la lágrima de cristal, tenía que ser robado. Aquello resultaba algo desagradable, pero no lo convertía necesariamente en magia negra. La magia terrestre tenía algunos ingredientes como aquel. La ruda, por ejemplo, funcionaba mejor si se decía un conjuro durante la siembra, y no surtía efecto en un hechizo a menos que la hubieras robado. Esa era la razón por la que había plantado la mía junto a la puerta de la verja, para que fuera más fácil mangarla. La mía se encargaba de robarla Jenks y nunca le había preguntado de dónde. Los hechizos elaborados con ruda robada no se consideraban magia negra, así que, ?por qué este sí?
Poniéndome en pie, crucé la habitación para sacar del abrigo la lágrima que me había dado Edden. La había sustraído de las pruebas. Preguntándome si eso bastaría, extraje la lágrima, sorprendida por el hecho de que hubiera perdido su transparencia y se hubiera vuelto negra.
—?Guau! —susurré. Seguidamente levanté la vista al reconocer la voz de Ford en el pasillo. Acto seguido consulté el reloj. ?Las seis? Mierda, me había olvidado de que habíamos quedado. No estaba de humor para escuchar sus rollos psicológicos, especialmente si funcionaban.
Ford entró con una sonrisa cansada mientras sus deslucidos zapatos de vestir dejaban marcas húmedas en el suelo conforme perdían los últimos restos de nieve. Rex caminaba detrás de él, con un interés felino, olisqueando la mezcla de agua y sal. Les acompa?aba un buen pu?ado de hijos de Jenks, que parloteaban sin cesar formando un remolino de seda y polvo de pixie. Ford tenía el gesto fruncido en una mueca de dolor, y resultaba evidente que tantas emociones lo estaban saturando.
—?Hola, Rachel! —dijo quitándose el abrigo de tal manera que la mitad de los pixies se retiró, aunque regresó inmediatamente—. ?Qué es eso de que te han estado siguiendo en el aeropuerto?
Lancé una mirada asesina a Jenks y él se encogió de hombros. A continuación le hice un gesto a Ford para que se sentara, dejé el libro demoníaco en el montón que había bajado del campanario y me limpié las manos en los vaqueros.
—Solo intentaban intimidarme —dije sin saber qué pintaba mi hermano en todo aquello, pero convencida de que era a mí, y no a él, a quien tenían en el punto de mira—. ?Eh! ?Qué te parece esto? Esta ma?ana, cuando me la dio Edden, era de color claro.
Ford se acomodó en la silla de Ivy y extendió la mano, sacudiendo la cabeza cuando un trío de ni?as pixie le preguntó si podían hacerle unas trenzas en el pelo. Las ahuyenté con la mano cuando rodeé la encimera para entregarle la lágrima, y las ni?as se echaron a volar hacia la repisa de la ventana para tomar partido en la discusión sobre la semilla.
—?Por los tampones de Campanilla! —exclamó Jenks cuando vio la lágrima en la palma de Ford—. ?Qué le has hecho, Rachel?
—Nada.
Al menos no tenía un tacto peludo ni se ponía a moverse cuando la tocaba. Ford entornó los ojos mientras la observaba bajo la luz artificial. La discusión del fregadero estaba empezando a extenderse al resto de la habitación y le lancé una mirada a Jenks para que hiciera algo al respecto. No obstante, el pixie estaba junto a Ford, observando fascinado los remolinos negros que atravesaban el cristal grisáceo.
—Me lo dio Edden para que hiciera un hechizo localizador —expliqué—. Pero no tenía este aspecto. Ha debido de ir absorbiendo las emociones de cuando nos estaban siguiendo en el aeropuerto.
Ford se me quedó mirando por encima de la lágrima.
—?Estabas enfadada?
—Bueno, un poco. Más bien, algo molesta.
Jenks salió disparado hacia la ventana cuando la discusión empezó a alcanzar tal intensidad que me dolían hasta los globos oculares.
—?Molesta? ?Ni hablar! Parecía un grano en el culo de un hada, rojo como un tomate, y a punto de estallar —dijo antes de ponerse a hablar con sus hijos a tal velocidad que me fue imposible entender nada. Inmediatamente, los pixies se quedaron en completo silencio.
—?Por el amor de Dios, Jenks! —exclamé, cada vez más alterada—. ?Tampoco estaba tan cabreada!
Ford se puso a mover la lágrima con los dedos hacia delante y hacia atrás.
—Debe de haber absorbido un montón de emociones. No solo las tuyas, sino también las de todos los que había allí. —Y tras unos instantes de vacilación, a?adió—: La lágrima… ?te liberó de tus emociones?
Al ver su mirada esperanzada, negué con la cabeza. Pensaba que, tal vez, podría ayudarle a atenuar las suyas.
—No —respondí—. Lo siento.
Apoyándose en la esquina de la mesa, Ford me devolvió la lágrima esforzándose por ocultar su decepción.