Entonces, le quité la bufanda y el pixie no se movió salvo para hacerse un ovillo. Edden también se levantó, y juntos nos quedamos mirándolo. Aquello empezaba a darme muy mala espina. Por lo general, cuando se emborrachaba con miel, Jenks se ponía alegre, pero aquello resultaba bastante deprimente, y me quedé de piedra cuando me di cuenta de que estaba repitiendo el nombre de Matalina una otra vez.
—?Oh, mierda! —mascullé cuando se puso a prometer cosas que no podía mantener y a pedirle a ella que le jurara algo que no podía cumplir. Con el corazón hecho pedazos, levanté al desprevenido pixie y lo rodeé con mis manos, protegiéndole de la luz y proporcionándole un calor reconfortante. ?Maldita sea! Aquello no era justo. No me extra?aba que Jenks hubiera aprovechado la oportunidad de emborracharse. Su mujer estaba muriéndose, y no había nada que pudiera hacer por evitarlo.
—?Se pondrá bien? —me preguntó Edden en un susurro mientras yo seguía allí de pie, delante de su mesa, preguntándome cómo me las iba a arreglar para llevármelo a casa en aquellas condiciones. No podía limitarme a meterlo en mi bolso con la esperanza de que no le pasara nada.
—Sí —respondí distraídamente, absorta en mis pensamientos.
Edden dejó descansar el peso del cuerpo en el otro pie.
—?Su mujer se encuentra bien?
Con los ojos llenos de lágrimas por Jenks, alcé la vista y descubrí una profunda comprensión en la mirada de Edden, la comprensión de un hombre que había perdido a su esposa.
—No —respondí—. Los pixies solo viven veinte a?os.
Podía sentir el calor y el ligero peso de Jenks en mis manos y deseé que fuera más grande para poder ayudarlo a entrar en el coche, llevarlo a casa y llorar con él en el sofá. Sin embargo, lo único que podía hacer era introducirlo con cuidado en el guante que Edden me tendía. El forro de cuero lo mantendría caliente, mientras que mi bufanda no.
Jenks apenas se dio cuenta de que lo movía, y podría llevarlo hasta el coche de un modo digno. Intenté darle las gracias a Edden, pero las palabras se me atascaron en la garganta. En vez de eso, agarré la carpeta.
—Gracias por las direcciones —dije quedamente. A continuación, al darme para marcharme, a?adí—: Se las daré a Ivy. Es capaz de encontrarle una explicación a una cola de rata cubierta de polvo.
Edden abrió la puerta y el ruido que provenía del resto de las oficinas me golpeó como una bofetada, obligándome a volver a la realidad. Entonces me enjugué los ojos y me ajusté el asa del bolso, mientras sujetaba con cuidado el guante de Edden. Ivy y yo trazaríamos en el mapa la red de Mia, empezando con las guarderías. Después intentaríamos averiguar si trabajaba en alguna residencia de ancianos o de voluntaria en el hospital. Aquello podía ponerse bastante feo.
Justo en el momento en que me ponía en marcha, sentí un leve tirón en el codo y me detuve. Edden tenía la mirada puesta en las baldosas del suelo, y esperé a que me mirara a los ojos.
—Si en algún momento vieras que Jenks necesita alguien con quien hablar, llámame —dijo.
Sentí un nudo en la garganta y, recordando lo que me había contado Ford sobre la forma en que había muerto su esposa, me esforcé por sonreír y asentí con la cabeza. De inmediato, me dirigí taconeando hacia la puerta, con la cabeza alta y la mirada perdida.
Entonces me pregunté si Edden estaría dispuesto a hablar conmigo el a?o próximo cuando tuviéramos que pasar por lo mismo con Jenks.
7.
El aeropuerto estaba muy concurrido, y yo me apoyé en una viga e intenté tranquilizarme. Llevábamos casi una hora esperando, pero cuando los guardias de seguridad me pararon en el control de hechizos, me alegré de que hubiéramos llegado con tiempo. Probablemente se debió al amuleto de la verdad, o tal vez al hecho de que mi detector de hechizos letales hubiera interferido con el suyo, puesto que eran los únicos amuletos invocados que llevaba encima. Vaciar mi bolso delante de tres tipos uniformados con cara de pocos amigos no era, precisamente, mi idea de conocer hombres. No estaban registrando a nadie más, y Jenks se lo pasó en grande.
El pixie se encontraba en un puesto de flores situado en el otro extremo del vestíbulo, y nada hacía pensar que, poco antes, había estado completamente borracho. En aquel preciso instante regateaba con el dependiente, intentando que le regalara unas semillas de helecho a cambio de hacer que un pu?ado de personas comprara rosas para despedir a sus seres queridos. Cuando habíamos llegado a la tienda de hechizos todavía no había recuperado el conocimiento, de manera que no solo tuve que pasar de largo, sino que tampoco pude acercarme a la biblioteca de la universidad. Pero si lograba las semillas, sería un pixie feliz.