Bruja blanca, magia negra

Kisten se me quedó mirando y desde un lugar desconocido brotaron nuevas lágrimas.

 

Estábamos todos perdidos, sin remisión. Las cosas no debían acabar de aquel modo.

 

—Entonces toma mi sangre en lugar de la suya —sentenció Kisten, y el otro vampiro soltó una carcajada.

 

—De acuerdo —respondió con sarcasmo, y alejó a Kisten de un empujón, como el veneno que su sangre era ahora para él.

 

Kisten recuperó la compostura.

 

—No —dijo quedamente, en una voz que solo había escuchado de su boca en otra ocasión, en una noche fría y nevada cuando había derrotado a seis brujos negros—. Insisto.

 

A continuación se abalanzó sobre el vampiro y este tropezó, con los brazos en alto y casi indefenso por lo repentino del ataque. Los colmillos de Kisten brillaron brevemente, todavía cortos para un no muerto, pero de una longitud suficiente.

 

—?No! —gritó el vampiro, y los dientes de Kisten penetraron en su piel. Me quedé mirando fijamente, con la espalda pegada a las amplias ventanas, mientras el asesino de mi amado le sujetaba la mandíbula con la mano. Entonces escuché un nauseabundo crujido y Kisten se derrumbó.

 

Cayó al suelo y empezó a sufrir convulsiones incluso antes de tocar la moqueta. El otro vampiro se llevó las manos al cuello y al estómago mientras se dirigía tambaleándose hacia la puerta. Segundos después lo escuché desplomarse, huyendo mientras vomitaba. El barco se balanceó y oí el ruido del agua al salpicar.

 

—?Kisten! —exclamé, y me arrodillé junto a él, sujeté su cabeza y la puse en mi regazo. Las convulsiones se hicieron menos intensas, y le limpié la cara con las manos. Tenía la boca manchada de sangre, pero no era la suya, sino la de su asesino, y ahora los dos morirían. Nada podía salvarlo. Los no muertos no podían alimentarse los unos de los otros. El virus se atacaba a sí mismo y acabaría con la vida de ambos.

 

—?Kisten, no! —sollocé—. ?No me hagas esto! ?Kisten, querido idiota! ?Mírame!

 

Sus ojos se abrieron y yo me quedé mirando, sin aliento, la hermosa profundidad de sus ojos azules. La sombra de la muerte temblaba en ellos, despejándolos. De pronto sentí un nudo en el centro del pecho al percibir en él un momento de lucidez, mientras se aproximaba titubeante a su auténtica muerte, la definitiva.

 

—No llores —dijo, acariciándome la mejilla mientras alzaba la vista. Se trataba de Kisten, de él mismo, y recordaba por qué había amado—. Lo siento. Voy a morir, como también lo hará ese maldito cabrón si he conseguido inocularle suficiente saliva en su torrente sanguíneo. Ya no podrá haceros da?o, ni a ti ni a Ivy.

 

Ivy. Aquello iba a destrozarla.

 

—Kisten, por favor, no me dejes —le supliqué manchando sus mejillas con mis lágrimas. Su mano cayó desde mi pómulo y yo la agarré y la apreté contra mí.

 

—Me alegro de que estés aquí —dijo, cerrando los ojos mientras inspiraba—. No pretendía hacerte llorar.

 

—Deberías haberte marchado conmigo, tontorrón —sollocé. Su piel estaba caliente al tacto, y tuvo otra convulsión mientras se llenaba los pulmones de aire con un ruido áspero. No podía detenerlo. Estaba muriendo en mis brazos y no podía detenerlo.

 

—Sí —respondió en un susurro, mientras su dedo temblaba en contacto con mi barbilla, donde yo la sujetaba—. Lo siento.

 

—Kisten, por favor, no me dejes —le imploré, y sus ojos se abrieron.

 

—Tengo frío —dijo, mientras el miedo crecía en sus ojos azules.

 

Lo así con más fuerza.

 

—Estoy aquí contigo. Todo va a salir bien.

 

—Dile a Ivy… —dijo con un estertor, aferrándose a sí mismo—. Dile a Ivy que no ha sido culpa suya. Y dile que, al final… recuerdas el amor. No creo… en absoluto… que perdamos nuestras almas. Creo que Dios nos las guarda hasta que… volvamos a casa. Te quiero, Rachel.

 

—Yo también te quiero, Kisten —sollocé, y mientras los miraba, sus ojos, que memorizaban mi rostro, se volvieron de color plateado. Entonces murió.

 

 

 

 

 

32.