Bruja blanca, magia negra

—?Para! —le supliqué—. ?Para, por favor!

 

Su amplia mano se extendió sobre mi rostro, obligándome a abrir la mandíbula. A continuación, con un dedo frotándome el cuello, me introdujo otro en la boca, deslizándolo por su interior y llenándome de su sabor a polvo.

 

—?No! —jadeé, incluso mientras me retorcía para liberarme, y acercó su boca a la mía una vez que estuvo seguro de que no iba a morderle la lengua. Su áspera mano me presionó todo el cuello y lo frotó con fuerza. De pronto el éxtasis surgió, pero no era él. Era como si hubiera activado un reflejo, y me odiaba a mí misma por el deseo sexual que se despertó en mí a pesar de que peleaba por escapar, y luchaba por respirar un poco de aire que no estuviera lleno de él. ?Si consiguiera escapar!

 

Estaba llorando, y él tiró de mi labio con sus dientes. La aguda punzada de dolor fue como una descarga eléctrica. Probablemente esperaba que me desmayara a sus pies, pero tuvo el efecto contrario.

 

El miedo pasó por encima del arrebatador deseo sexual y, golpeándolo con todas mis fuerzas, le clavé las u?as en los ojos. él maldijo y se apartó tambaleándose. Me había mordido. ?Oh, Dios! ?Me había mordido!

 

Con la mano sobre la boca, corrí hacia la puerta.

 

—?Todavía no he terminado! —bramó el vampiro, y yo me precipité hacia el estrecho pasillo. Me caí en el comedor, pero logré correr en dirección a la cocina y a mi libertad. Intenté girar la manivela, pero mi mu?eca no funcionaba, pues seguía entumecida en la zona en la que había apretado para quitarme la pistola. Los dedos de mi otra mano estaban amoratados y no respondían.

 

Sollozando, propiné un puntapié a la puerta. El dolor se me clavó en el tobillo, pero lo intenté de nuevo con una patada lateral. En el momento en que golpeaba pegué un grito, y estaba vez la articulación se fracturó parcialmente.

 

Mis dedos entumecidos buscaron desesperadamente la puerta, y solté un alarido cuando una pesada mano me apartó de la madera rota con un tirón. Luché por no perder el conocimiento cuando mi cabeza golpeó la pared más lejana, y caí.

 

—?He dicho que todavía no he terminado! —dijo el vampiro, arrastrándome por el pelo hasta el dormitorio. Peleando como una loca, intenté agarrar la puerta del ba?o cuando pasamos por delante, pero el vampiro tiró de mí con fuerza y mis dedos ara?aron la moqueta hasta que sentí que ardían. él no me soltó el pelo hasta que me agarró del brazo y me arrojó sobre la cama. Reboté una vez antes de encontrar el equilibrio, y golpeé el suelo en el extremo más lejano, entre la cama y la pared. Entonces dirigí la mirada hacia Kisten, y mi pánico cesó. Se había ido. El piso estaba vacío.

 

Temblando, me asomé por encima de la cama y encontré a mi amado de pie junto a la ventana, mirando tranquilamente a través del cristal.

 

—?Qué bonito! —dijo quedamente, y mi corazón se partió en dos cuando escuché su familiar voz saliendo de la boca de un desconocido. Estaba muerto. Kisten era un no muerto—. Puedo verlo todo, oírlo todo. Incluso los mosquitos que planean sobre el agua —a?adió maravillado, justo antes de girarse.

 

El pecho se me hizo un nudo al ver su habitual sonrisa, pero la mirada que había detrás había perdido algo. Si podía oír a los mosquitos, quería decir que me había oído gritar y no había hecho nada. Sus ojos azules parecían incapaces de reconocer, como los de un hermoso ángel aturdido. No me conocía.

 

Mis lágrimas no querían cesar.

 

El vampiro que lo había matado tenía una expresión furibunda, casi preocupada.

 

—Tienes que marcharte —dijo bruscamente—. Ya no sirves para nada. Lárgate.

 

Una tras otra, las lágrimas fueron cayendo, y me puse en pie, sin esperar ninguna ayuda de Kisten.

 

—Yo te conozco —dijo de repente, y sus ojos se iluminaron con la evocación. Mis manos, llenas de ara?azos, se entrelazaron a la altura del pecho y cerré los ojos, sollozando. Acto seguido se abrieron de golpe cuando el suave tacto de sus manos en mi barbilla llegó demasiado pronto para que hubiera cruzado la habitación, pero allí estaba, con la cabeza ladeada, intentando resolver el misterio.

 

—Y te amaba —dijo, con el desconcierto del primer amanecer, y yo contuve un hipido.

 

—Yo también te amo —susurré, muriéndome por dentro. Ivy tenía razón. Aquello era un infierno.

 

—Piscary —a?adió Kisten, confundido—. Me pidió que te matara, pero no lo hice. —Entonces sonrió, y mi alma se hizo pedazos al ver el brillo familiar—. Ahora, volviendo la vista atrás, puede parecer un comportamiento absurdo, pero en aquel momento tuve la sensación de estar haciendo lo correcto. —Me cogió la otra mano y frunció el ce?o al ver mis dedos hinchados—. No quiero que sufras, pero no recuerdo por qué.

 

Necesité hasta tres intentos antes de conseguir pronunciar las palabras.

 

—Estás muerto —dije quedamente—. Por eso no lo recuerdas.

 

Kisten torció el gesto, confundido.