En aquel momento inspiré profundamente para intentar captar el aroma de los inframundanos, pero solo percibí el olor a polvo y a cemento seco, y sentí un escalofrío.
Me quedé mirando las cajas, recordando algo que me había dicho mi padre en una ocasión, cuando intentaba librarme de ordenar el garaje. La gente guardaba en el garaje un montón de cosas que ya no quiere, pero de las que no puede deshacerse. A veces, cosas peligrosas. Demasiado para guardarlas dentro de casa, pero también para tirarlas y arriesgarse a que alguien las encuentre. Y el se?or y la se?ora Tilson tenían el garaje hasta los topes.
—?Vamos, Rachel! —se quejó Jenks—. ?Me estoy helando!
Tras echar un último vistazo a las cajas, subí los escalones de hormigón escuchando el lejano zumbido de una aspiradora. A continuación, abrí la puerta pintada con colores alegres y entré en una cocina amueblada al estilo de los a?os setenta; saludé con la cabeza al agente que estaba sentado a la mesa con una carpeta con sujetapapeles. A través de la ventana de encima del fregadero se divisaba el jardín delantero y la furgoneta de los informativos. Junto a la mesa cuadrada había una trona rosa y amarilla y, justo encima, una caja de fundas de zapatos desechables. Con un suspiro, me quité los guantes y los metí en los bolsillos de mi abrigo.
En un rincón, cuidadosamente resguardado, había un cesto lleno de peluches, y casi me pareció escuchar la alegre y contagiosa risa de un bebé. En el interior del fregadero había un bol lleno de utensilios con restos de masa de galletas, y en la encimera había una docena de ellas que llevaban ocho horas enfriándose. Alguien había colocado una etiqueta en el asa del horno en la que se leía la fecha y la hora en la que un agente llamado Mark Butte lo había apagado. Era evidente que los Tilson se habían marchado de forma precipitada.
La cocina era una curiosa mezcla de calidez y frialdad y, visto que habían encendido la calefacción para contrarrestar el continuo abrir y cerrar de la puerta, me bajé la cremallera del abrigo. Mi primera impresión de la casa era igual de incongruente. Tenía todo lo necesario para parecer un hogar y, sin embargo, transmitía la sensación de estar… vacía.
En la habitación contigua se escuchaba el parloteo de los agentes trabajando, y cuando me agaché para ponerme un protector azul en una de las botas, Jenks pegó un grito desde debajo de mi gorro.
—?Joder! —exclamó recorriendo la cocina en apenas tres segundos, pegándole un susto de muerte al agente sentando a la mesa—. Aquí huele a potito verde de bebé. ?Eh, Edden! —exclamó alzando la voz—. ?Dónde te has metido?
Después abandonó la estancia como una exhalación, batiendo las alas hasta convertirlas en una especie de borrón grisáceo.
Desde el interior de la casa se oyó una exclamación, lo que probablemente indicaba que Jenks había sobresaltado a otro agente de la AFI. En ese momento oí que alguien se acercaba con paso firme y me erguí. Me había comprado las botas en La Cripta de Verónica, y cubrirlas con una funda de papel azul debía estar penado por ley.
De repente, la figura achaparrada de Edden apareció bajo el arco que conducía al resto de la casa. Jenks estaba en su hombro, y enseguida me di cuenta de que tenía el aspecto del capitán de la AFI que podía hacer algo por ayudar a Glenn. Saludó con la cabeza al agente sentado a la mesa y me sonrió brevemente, aunque sus ojos no decían lo mismo. Lo más probable es que no debiera estar allí, pero nadie le iba a negar la posibilidad de supervisar la investigación del asalto a su hijo.
—Rachel —me saludó, y agité tímidamente uno de los pies cubiertos por el protector.
—Hola, Edden. ?Puedo entrar? —dije, sin la más mínima intención de que sonara sarcástico.
él frunció el ce?o, pero antes de que comenzara a meterse con mis pésimas técnicas de investigación, me acordé de Tom.
—?Puedo pedirte un favor? —pregunté dubitativa.
—?Además del de dejarte entrar aquí? —me reprochó tan secamente que estuve tentada de contarle lo de la seda de ara?a de la embarcación de Kisten que habían pasado por alto. No obstante, preferí morderme la lengua, consciente de que se enterarían al día siguiente, después de que Ivy tuviera ocasión de echar un vistazo.
—Lo digo en serio —dije desenrollándome la bufanda—. ?Podrías mandar a alguien a echarle un vistazo a mi coche?
El hombre achaparrado alzó las cejas.
—?Tienes problemas con la transmisión?
Me sonrojé, preguntándome si sabía que había sido yo la que lo había dejado hecho unos zorros mientras aprendía a utilizar el cambio manual.
—Ummm…, no. Acabo de ver a Tom Bansen junto a él. Tal vez me esté comportando como una paranoica, pero…