Bruja blanca, magia negra

En ese momento escuché el quejido de una ni?a peque?a, cuya extra?a cadencia me indicó que se encontraba en brazos de alguien que corría. Era imposible no ganarles terreno. Por un instante, bajo la luz, distinguí claramente la figura de Ford. En ese momento, sobrepasaron la farola y desaparecieron.

 

Sin dejar de correr, así con fuerza la pistola de pintura, aminorando el paso para no chocarme con ellos. Al llegar a la farola me detuve y agucé el oído. Estaba oscuro en todas las direcciones. La ciudad bullía de gente celebrando el A?o Nuevo, pero allí, en aquel antiguo polígono industrial, todo era oscuridad.

 

Entonces se escuchó el llanto de un ni?o y el crujido del metal frío.

 

Con el corazón latiéndome a toda velocidad, pregunté:

 

—?Ford? —El psiquiatra no me contestó y corrí hasta el final de la calle. Una peque?a construcción de cemento rodeada por una valla de cadenas era, por lógica, la única opción. Aunque la parte de la cadena que hacía las veces de puerta estaba cerrada, sobre la nieve se veía el rastro que habían dejado al abrirla y unas huellas de pisadas manchaban un suelo, por lo demás, intacto.

 

Todavía más despacio, me aproximé, con los pies doloridos por el frío.

 

—?Ford? —susurré, antes de acercarme al diminuto patio vallado. No era mucho mayor que un corral para perros, e imaginé que se trataba de una caseta para los transformadores de la compa?ía eléctrica o de alguna compa?ía de teléfonos.

 

No obstante, al ponerme de puntillas para mirar por la elevada ventana, con los dedos entumecidos por el frío, descubrí que la peque?a habitación estaba vacía. Sobre la nieve había dos grupos de huellas bien diferenciadas. Me pasé la lengua por los labios, entrar sola era una estupidez. Entonces miré hacia la cafetería. Ni rastro de la AFI, ni tampoco de la SI.

 

No podía esperar.

 

—Imbécil —dije mientras empezaba a quitarme el abrigo, temblando, para luego quitarme las medias y colgarlas en la alta valla para que las encontraran y supieran adónde había ido—. Imbécil. No eres más que una bruja imbécil —mascullé, y estremeciéndome, empujé la pesada puerta de metal y entré.

 

 

 

 

 

30.

 

 

El olor a piedra húmeda me golpeó con fuerza en el rostro, y lo identifiqué con el mismo que despedían Mia y Remus aquella noche. Era evidente que habían estado allí antes, y me dirigí hacia la puerta de acero convencional que se encontraba al fondo de la estancia vacía. Habían roto la jamba desde el interior y, con la sensación de que estaba cometiendo un grave error, tiré de ella y descubrí una escalera descendente.

 

—Abajo —murmuré—. ?Por qué me toca siempre bajar a algún sitio?

 

Empu?ando la pistola, fui palpando los ásperos muros de cemento conforme descendía. El lugar estaba iluminado por una bombilla, lo que me permitió comprobar que el camino era recto y regular. El inclinado techo estaba cubierto de cables, como si los hubieran instalado después de la construcción del edificio. Mis pasos no se oían porque iba descalza, y tenía los pies adormecidos mientras caminaba por el viejo pero no desgastado pavimento. Apestaba a moho y polvo.

 

A lo lejos se oía el retumbar de unas voces, pero no se entendía lo que decían. Entonces escuché el grito ahogado de una mujer y a Ford gritando:

 

—?Mia! Soy yo. No tienes que preocuparte. Tienes que entregarte, pero te prometo que no dejaré que te quiten a Holly.

 

—?No necesito tu ayuda! —respondió Mia secamente—. Nunca debí desear el amor. ?Cómo podéis vivir así? ?Está muerto! ?Esa bruja ha matado a Remus!

 

—?No está muerto, Mia! —dijo Ford—. Era un hechizo narcótico.

 

—?No está muerto? —preguntó Mia.

 

Fue un susurro cargado de dolor y, convencida de que Mia estaba a punto de derrumbarse, descendí a hurtadillas el resto de las escaleras. La luz de la bombilla de las escaleras quedó casi anulada por el destello irregular de una linterna de gran potencia. Lentamente, recorrí los últimos escalones y, con las manos en la pistola, me asomé al otro lado del pasillo.

 

El reverberante espacio era enorme, con una altura de al menos cuatro metros y medio y preciosos techos abovedados. Mia estaba de pie en el centro, con una linterna con forma de farolillo en la mano. Ford, por su parte, se encontraba delante de ella, de espaldas a mí. Creo que era capaz de sentir mis emociones, pero no se dio la vuelta.

 

Detrás de Mia había un túnel que se extendía en dos direcciones. Se parecía a los túneles del metro, pero sin vías ni raíles. No había ni electricidad, ni bancos, ni grafitos. Tan solo muros vacíos y restos de basura que olían a polvo.