De pronto me di cuenta de que Al estaba jugando con los copos de nieve de su manga, convirtiéndolos en mariposas azules. Los predestinados insectos se alejaron volando para morir a pocos metros de distancia, agitando las alas brevemente antes de quedar cubiertas por la nieve.
—Mia también me hizo da?o a mí —le dije a Edden, nerviosa por la posibilidad de que alguien pudiera ver la muestra de dotes demoníacas de Al—. Te guste o no, Holly crecerá y se convertirá en una depredadora. Depende de ti tenerla como amiga o como enemiga. Piénsalo.
Edden sacudió la cabeza, subiéndose la cremallera y haciendo amago de marcharse.
—Con amigas como ella, quién necesita enemigos.
Aquel fue uno de los comentarios más inconsistentes que le había oído jamás y, con actitud remilgada, di algunos pasos para alcanzarlo.
—?Deja de pensar como un humano! —le espeté—. Este mundo ya no os pertenece. No tenemos pruebas de que fuera Mia, pero estás dispuesto a encarcelarla por ello. Las banshees son territoriales y, en mi opinión, fue la Walker la que prendió fuego al escenario para atraer a Mia y resolver la cuestión lo más rápidamente posible.
Edden se detuvo y, sin mirarme, observó los movimientos de los paramédicos, que estaban recogiéndolo todo. Detrás de él, Al caminaba reposadamente hacia nosotros, mientras que Pierce también se nos acercaba, pero a paso ligero.
—?No os encanta cómo Rachel se pone del lado de los más desfavorecidos? —dijo el demonio, sacudiéndose el jardín de diminutas mariposas de su manga, las cuales morían antes de entrar en contacto con los adoquines cubiertos de una costra de nieve—. Un día acabará matándola —dijo como quien no quiere la cosa, inclinándose para coger una—. Pero hoy no —a?adió sacándome las manos de las mangas de mi abrigo para poner una crisálida sobre ellas y curvando mis fríos dedos con actitud protectora.
Observé por unos instantes la azulada ninfa y la introduje en el bolsillo de mi abrigo para ocuparme de ella más tarde.
—Edden… —supliqué.
él torció el gesto y exhaló un suspiro. A cinco pasos de donde se encontraba, alguien le esperaba con una carpeta en la mano.
—No puedo prometerle nada a Mia. Y mucho menos ahora. Rachel, vete a casa.
Me pasé la lengua por los labios y el frío hizo que se me congelaran.
—No puedes demostrar que lo hiciera ella.
—Ni tampoco que fuera la se?ora Walker. Vete a casa. —Al ver que vacilaba, insistió, alzando la voz—. ?Vete a casa!
—Perro malo —masculló Al, burlándose de mí y haciendo que las mejillas se me encendieran. Pierce se situó entre nosotros y yo apreté los dientes. No me gustaba ni un pelo que el fantasma viera cómo me trataba.
—De acuerdo —accedí con acritud—. Haz lo que quieras. ?Menuda mierda de Fin de A?o! ?Ivy! Yo me voy a casa. ?Tú qué haces?
Ivy apartó la vista de Pierce y se quedó mirando al radiante fantasma.
—?Te importa que me quede un rato? Glenn quiere que le dé mi opinión sobre un asunto.
Como si lo viera. La muy zorra va a examinar la escena del crimen, me dije a mí misma, algo celosa por el hecho de que a ella le dejaran quedarse y a mí me pidieran que me marchara. No me apetecía nada tener que montarme en el coche con Al y Pierce, pero me despedí de ella con la mano y me di media vuelta. Edden ya se había marchado con un resoplido, y Glenn esperaba a Ivy con gesto incómodo.
Cabreada, les di la espalda a todos ellos y me largué.
29.
Era la segunda vez que me tocaba llevar a un demonio en los asientos traseros de mi coche, y me estaba gustando tan poco como la primera. Al estaba siendo todavía más insoportable que Minias, inclinándose hacia delante entre Pierce y yo diciéndome si los semáforos estaban en rojo o indicándome atajos a través de barrios marginales, tanto humanos como inframundanos, que solo un idiota habría tomado a aquellas horas de la noche aunque, con la compa?ía de un demonio, podía ser seguro. Poco a poco, el olor a ámbar quemado se fue apoderando de mi peque?o coche, a pesar del hechizo que estuviera utilizando, pero no me atrevía a abrir ni una peque?a rendija de la ventana y dejar entrar el frío nocturno. Aunque la calefacción estaba al máximo, Jenks seguía teniendo frío. En realidad, no debería haber salido de mi bolso, y mucho menos sentarse en el espejo retrovisor.
—Si hubieras acelerado, habrías llegado antes de que se pusiera rojo.
No tenía a nadie detrás, y dejé que el coche se deslizara lentamente hasta situarme a apenas treinta centímetros del semáforo antes de apretar el freno a fondo. Al se dio de narices con el reposacabezas y Pierce, que ya tenía el brazo extendido para sujetarse al salpicadero, lo tensó.