Bruja blanca, magia negra

—Polvo sagrado —murmuré, buscándolo entre el montón de cosas. Las alas de Jenks zumbaron y descendió para quedar suspendido encima del sobre que había extraído de entre las tablillas de debajo de mi cama, el único lugar que los pixies no limpiaban. Estaba en tierra consagrada, así que supuse que se podía considerar lo suficientemente sagrado. ?Y bien sabía Dios que mi cama no había sido testigo de mucha actividad en los últimos tiempos!

 

—Gracias —dije distraídamente, levantando la solapa para abrirlo. Pasé un pa?uelo de papel por los platos de mi balanza y fruncí el ce?o. A la luz de la potente lámpara de techo se veía un delgado restregón de loción. Aquello no solo habría a?adido aloe, sino que habría hecho que algo de polvo se quedara adherido y no cayera suficiente en la preparación.

 

Suspirando, llevé los platillos al fregadero para darles un aclarado rápido. Jenks se desplazó de nuevo al estante superior y en el espejo negro en el que se había convertido la ventana pude ver que despedía una estela de polvo. Estaba preocupado.

 

—Ivy se pondrá bien —dije por encima del murmullo del agua que corría—. Llamaré antes de irme a la cama para preguntar cómo está, ?vale?

 

—No estoy preocupado por Ivy, quien me preocupa eres tú.

 

Envolviendo los platillos de metal en un pa?o de cocina, me giré.

 

—?Yo? ?Por qué? —El pixie hizo un exagerado aspaviento que abarcó mis palabras de principio a fin—. ?Quieres que Al se pueda presentar en cualquier momento con la excusa de averiguar algo sobre mí y se lleve al primero que se le ocurra? ?Te imaginas el lío en el que me metería si Al se llevara, por ejemplo, a Trent, cuando le estoy diciendo que se largue?

 

El peque?o rostro anguloso torció el gesto.

 

—Al se va a cabrear más que un hada que se encuentra su saco de ara?as lleno de bellotas.

 

Aquella era nueva, y fruncí el ce?o mientras colocaba los platillos en su sitio y pesaba el polvo, dándole suaves golpecitos al sobre hasta que la delicada balanza empezó a moverse.

 

—Dejó un vacío legal que voy a utilizar —dije mientras el instrumento se equilibraba—, Al no responde a mis llamadas, y es el único recurso de que dispongo para que me haga caso. Por no hablar de que también salvará a Pierce. Dos pájaros de un tiro. Probablemente me invitará a cenar por demostrarle que soy más astuta que él. —Después de darme una paliza, pensé levantando la vista y descubriendo una expresión insegura en sus diminutos rasgos—. ?Qué es lo peor que puede hacerme? ?Castigarme sin salir? ?Cancelar nuestras sesiones semanales? —Una reservada sonrisa se dibujó en mi rostro y, con leves golpecitos, eché el polvo del platillo sobre el vino—. ?Pues bravo por él!

 

—Rachel, es un demonio. Podría llevarte a la fuerza a siempre jamás y no dejarte regresar.

 

El miedo en la voz de Jenks produjo una fisura en mi despreocupación y lo miré.

 

—Precisamente esa es la razón por la que os dije a Ivy y a ti mi nombre de invocación —aclaré, sorprendida de que aquello le preocupara tanto—. No puede retenerme, ni siquiera con plata hechizada, y lo sabe. ?Se puede saber qué te pasa, Jenks? Te comportas como si esto fuera más serio de lo que en realidad es.

 

—Nada.

 

Pero estaba mintiendo, y yo lo sabía.

 

El polvo se volvió negro apenas entró en contacto con el vino y empezó a hundirse. Jenks voló hasta la repisa de la ventana y se quedó mirando el jardín cubierto de nieve, con solo un peque?o trozo de tierra iluminado por la luz del porche trasero. Lo único que faltaba, además de invocar el hechizo, era a?adir el agente identificador que, en este caso, consistía en virutas de metal del reloj de mi padre.

 

Extraje el viejo reloj del bolsillo trasero de mis vaqueros y lo sopesé con la mano sintiendo el calor de mi cuerpo sobre el metal. Era de mi padre, pero anteriormente había pertenecido a Pierce, de ahí el motivo por el que salió inesperadamente del purgatorio la noche que intenté ponerme en contacto con mi padre. Giré el reloj y descubrí que los ara?azos que le había hecho ocho a?os antes se habían desgastado. Intenté recordar lo que había utilizado la última vez para raspar los minúsculos trozos de metal que introduje en la olla para hechizos, y supuse que serían las tijeras de mi madre.

 

—La intención es lo que cuenta —dije alargando la mano para coger las tijeras de Ivy de su vaso de lápices; realicé tres nuevas marcas en la plata envejecida. Las virutas casi invisibles formaron una especie de hoyuelos en la parte de la pócima en la que se encontraba el vino, y lo removí hasta que se sedimentaron. A punto de terminar, saqué del horno una botella caliente y ya seca, y la rellené con la mezcla de limón y tejo, el vino, el polvo, las raíces y el acebo.

 

Jenks se situó encima con expresión impasible.

 

—No ha funcionado —dijo, y lo espanté con la mano antes de que su polvo cayera encima.