Agitó las alas hasta que se volvieron casi invisibles y, sintiéndome mejor, metí las tres botellas en el horno y cerré la puerta con cuidado. Se habrían secado para cuando estuviera lista para usarlas.
Ya fuera porque los pixies estaban durmiendo o por la ausencia de Ivy (o quizás porque Pierce estaba en siempre jamás), la iglesia parecía vacía. Fui hacia la isla central secándome las manos en los vaqueros y miré el reloj. La realización de hechizos durante las horas posteriores a la medianoche no era lo más aconsejable, pero todo iría bien.
—Vino —dije agarrando la botella barata y descorchándola. No se trataba de uno de los selectos vinos que honraban nuestra cocina, sino un caldo local, realizado con uvas que habían crecido en la tierra en la que Pierce había pasado su vida y encontrado la muerte.
Me encorvé para poner los ojos a la altura de la probeta y la rellené hasta que el menisco alcanzó exactamente la altura requerida, y mientras Jenks observaba, a?adí un chorrito extra.
—Te has pasado —dijo secamente, chasqueando las alas tras levantar la vista de la receta.
—Lo sé. —Sin molestarme en darle más explicaciones, agarré la probeta e hice algo absolutamente prohibido: llevármela a la boca como si quisiera imitar a aquel cocinero de la televisión que se emborrachaba siempre en su programa. El trago ligeramente cálido me bajó por la garganta mientras me bebía la cantidad sobrante, hasta que el nivel descendió al lugar correcto. Mi madre me había dicho que tenía que realizar el hechizo de la misma manera y, como la estúpida adolescente de dieciocho a?os que era, fue así como lo nivelé. ?Quién sabía? Tal vez era ese el motivo por el que había funcionado. Los hechizos arcanos terrestres tenían fama de ser muy difíciles de reproducir. Podía ser algo así de vago lo que lo había hecho posible la primera vez.
Tres lotes independientes de la mezcla de tejo y limón aguardaban ya para ser utilizados; dejándolos donde estaban, vertí el vino en el mortero en el que había ya algunas hojas de acebo troceadas, arrancadas poco antes del centro de mesa navide?o de Ivy.
—No me lo llenes de tu polvo —dije, ahuyentando a Jenks de la boca de la botella abierta, y el pixie se trasladó al estante situado sobre la encimera, del que colgaban los utensilios para la realización de hechizos. Ivy había sustituido la rejilla de piezas ensambladas por una sólida celosía de secuoya, y mis cacharros para conjuros habían regresado a su lugar en vez de estar metidos de mala manera en los armarios.
—Lo sieeeento —refunfu?ó, e hice un gesto afirmativo con la cabeza, más preocupada por el hechizo que por su resentimiento.
—La raíces de hiedra —murmuré, tomando la peque?a jarra medidora llena de los diminutos rizomas de una de las plantas que cultivaba Jenks en el santuario. Tenían que ser raíces aéreas, y no subterráneas, y los hijos de Jenks se habían mostrado encantados de recolectarlas para mí. Una vez introduje las nudosas raíces, bastó remover un par de veces para que el aroma de la clorofila se mezclara con el del vino barato.
En esta ocasión me resultó mucho más sencillo machacarlo todo, al no estar tan mareada como cuando tenía dieciocho a?os. Cuando el suave sonido de las rocas al chocar entre sí llenó la cocina, me vino a la memoria Pierce y sentí una punzada de preocupación ante la posibilidad de que al día siguiente fuera demasiado tarde. No creía que Al fuera a darle un cuerpo hasta que tuviera a un comprador, lo que le permitiría incluir el elevado coste de la maldición en el trato. Por no hablar de que Pierce no podía interceptar una línea en el estado en que se encontraba. ?Por qué iba Al a aumentar sus fuerzas si no era absolutamente necesario? Sabía que no se lo vendería al primer comprador, sino que desearía aumentar el precio de mercado en la medida de lo posible. Y aquello requeriría tres días como mínimo.
Un rizo se quedó flotando entre la mezcla y yo y, haciendo memoria, introduje un único cabello en el mortero y lo removí dos veces con la maja, machacándolo antes de sacarlo. La primera vez que había realizado aquel hechizo, el pelo me llegaba hasta la cintura y se me había colado dentro. Podía ser importante. De hecho, hubiera apostado cualquier cosa a que era así. Entre aquello y la saliva, podría estar invirtiendo parte de mí misma en el hechizo. Iba a resultar muy complicado conseguir que aquello funcionara.
Me erguí hasta que la espalda me crujió.