Bruja blanca, magia negra

Inspirando con resolución, alzó la vista.

 

—Me voy a vivir a la Costa Oeste por una temporada. Tampoco es para tanto —dijo cuando empecé a protestar—. Ha llegado el momento de cambiar, eso es todo.

 

Con los ojos entornados, me giré hacia Robbie. Se mostraba demasiado satisfecho consigo mismo, apoyado contra la encimera de aquel modo.

 

—Mocoso egoísta… —dije, furiosa. Llevaba a?os intentando que se fuera a vivir a su ciudad, y al final se había salido con la suya.

 

Mi madre se agitó nerviosa e intenté contener mi rabia, empujándola hacia dentro para poder sacarla más tarde cuando estuviéramos solos. Aquel era el lugar en el que habíamos crecido, en el que se encontraban todos los recuerdos que tenía de mi padre, el árbol que había plantado. ?Iba a dejarlo todo en manos de un extra?o?

 

—Disculpadme —dije secamente—. Tengo que ir a coger mis cosas del ático.

 

Cabreada, salí de nuevo al pasillo.

 

—Hablaré con ella —le oí decir a Robbie, y resoplé con sarcasmo. Era yo la que iba a hablar seriamente con él, y él tendría que escucharme.

 

En esta ocasión tiré de la escalera hasta abajo del todo y apreté el interruptor. El recuerdo de Pierce me asaltó de forma inesperada. Había sido él quien me había abierto el ático cuando buscaba los utensilios de líneas luminosas de mi padre para ayudarlo a salvar tanto a una chica como su alma. Al menos conseguimos lo primero.

 

Una ráfaga de aire frío descendió por la escalera y, cuando Robbie salió al pasillo, plegué la escalera de golpe para que no pudiera alcanzarla. Un silencio gélido me envolvió, sin conseguir enfriar mi mal genio. El lugar estaba iluminado por una sola bombilla que proyectaba sombras sobre las cajas apiladas y los rincones oscuros con las inclinadas vigas maestras. Fruncí el ce?o al comprobar que alguien había estado allí recientemente. Había muchas menos cajas de las que recordaba. Faltaban las cosas de papá, y me pregunté si Robbie habría tirado todo a la basura para evitar que lo usara.

 

—Mocoso egoísta —repetí entre dientes justo antes de coger la caja de peluches que estaba más arriba. Había reunido aquellos juguetes uno por uno durante mis numerosas estancias en el hospital y mis periodos de convalecencia en casa. La mayoría no solo llevaba los nombres de amigos que no habían tenido la oportunidad de volver a sentir el aire frío en su cara, sino que también les había atribuido sus diferentes personalidades. Los había dejado allí cuando me marché de casa, y había sido mejor así. No habrían resistido al enorme vertido de agua salada de 2006.

 

El corazón me latía a toda velocidad cuando me acerqué al agujero del suelo con la caja en la mano.

 

—?Cógela! —dije soltándola cuando Robbie miró hacia arriba.

 

Como era de esperar, se le escapó, y la caja chocó ruidosamente contra la pared. Yo no esperé a que alzara la vista y me di la vuelta para coger la siguiente. Cuando me volví de nuevo, Robbie había conseguido llegar al ático.

 

—?Quítate de en medio! —le ordené, frunciendo el ce?o al enfrentarme a su imponente figura, encorvada por culpa de la escasa altura del techo.

 

—Rachel…

 

—Siempre supe que eras un capullo —dije, echando mano de a?os de frustración—, pero esto es patético. Te presentas aquí, le llenas la cabeza de pájaros, y la convences de que se vaya a vivir contigo y con tu flamante esposa. Fui yo la que se ocupó de que no se derrumbara tras la muerte de papá. Tú, en cambio, saliste huyendo, dejándome al frente de todo. ?Tenía trece a?os, Robbie! —le reproché, intentando, sin éxito, no levantar la voz—. ?Cómo te atreves a presentarte de este modo y alejarla de mí, justo cuando ha conseguido superarlo?

 

El rostro de mi hermano estaba encendido y encogió sus peque?os hombros.

 

—Cierra la boca.

 

—No. Eres tú el que tiene que cerrar la boca —le espeté—. Ella es feliz aquí. Tiene a sus amigos y es el lugar en el que están todos sus recuerdos. ?Por qué no pasas de nosotras como siempre has hecho?

 

Robbie me quitó la caja de las manos y la dejó a su lado.

 

—Te he dicho que cierres la boca. Las razones por las que necesita salir de aquí son, precisamente, las que acabas de enumerar. No deberías ser tan egoísta de querer que se quede aquí cuando finalmente ha encontrado el valor para marcharse. ?De veras te gusta verla así? —preguntó, apuntando hacia el lugar donde se encontraba la cocina—. ?Vestida como una vieja y hablando como si su vida hubiera acabado? Esa no es ella. Recuerdo cómo era antes de la muerte de papá y esa anciana no es ella. Está lista para dejar marchar a papá. Deja que lo haga.

 

Con los brazos cruzados a la altura del pecho, resoplé.