Bruja blanca, magia negra

—No. No lo harás. Rachel no fue la que me mostró que merecía que me quisieran. Fuiste tú. Dime quién vino a visitar a Piscary.

 

—Vete —lloriqueó Skimmer, empujando suavemente a Ivy. La sangre había manchado su chándal blanco, y Miltast se puso rígido cuando la vio.

 

—?Quién visitó a Piscary fuera de las listas? —insistió Ivy.

 

Finalmente, Skimmer cedió y sus temblores desaparecieron.

 

—El único que vino fue Kisten —respondió con voz anodina—. Una vez a la semana, tres días antes de ti. Nadie más.

 

Exhalé y una sensación de insignificante depresión se apoderó de mí. Nada. No habíamos conseguido nada.

 

—Te quise mucho, Ivy —susurró Skimmer en una voz apagada—. Lárgate. Y no vuelvas nunca más.

 

Ivy se puso en pie, con la cabeza gacha y, tras recobrar la compostura, se encaminó hacia la puerta; al pasar junto a mí, me ba?ó en un amargo olor a vampiro desdichado. Taconeando con las botas sobre el duro suelo, continuó sola por el pasillo.

 

Di un respingo y salí tras ella. Escuché a Miltast cerrar la puerta y luego el sonido de sus pasos. Alcancé a Ivy delante de la puerta cerrada con llave y, juntas, esperamos al guardia.

 

—?Te encuentras bien? —le pregunté, sin saber cómo se sentía.

 

—Ya se le pasará —dijo Ivy, con la mandíbula apretada y sin mirarme.

 

Miltast buscó a tientas la cerradura, pasó la tarjeta y se retiró cuando Ivy lo apartó para pasar primero.

 

—No puedo creer que no te mordiera —dijo con evidente temor.

 

Entorné los ojos y llegué a la conclusión de que me habían dejado entrar con la esperanza de que saliera malherida o muerta. él era un brujo blanco que tenía la bendición del Gobierno para utilizar la magia negra. Y si daba un paso en falso, reaccionaría. Asqueada, me di media vuelta y seguí a Ivy.

 

Podía oír sus lentos pasos tras de mí, y sentí un hormigueo en la piel. La alcancé en la primera puerta. La anciana mujer del detector de hechizos, que se encontraba de pie preparando los formularios, pareció sorprendida al vernos.

 

—Ivy —dije mientras esperábamos a que Miltast nos alcanzara—, lo siento.

 

Finalmente su estoica expresión se resquebrajó y alzó la vista, con los ojos ba?ados en lágrimas.

 

—Gracias por golpearme. Yo… no conseguía decir que no. ?Maldita sea! No podía. Pensé…

 

En ese momento interrumpió sus pensamientos cuando Miltast descorrió la puerta de cristal. El aire no era mucho más fresco, pero me llené los pulmones de él mientras cruzaba hasta terreno neutral, intentando desembarazarme de las feromonas vampíricas que se habían acumulado. Suspirando, me eché la mano al cuello y la dejé caer.

 

—Espero que no hablaras en serio sobre lo de abstenerte de beber sangre —dije entregándole mi distintivo a Miltast.

 

Los dedos de Ivy temblaban mientras se arrancaba la tarjeta con su nombre y se la entregaba al agente.

 

—Lo estaba considerando —dijo en un tono calmado.

 

Incluso Miltast sabía que era una mala idea, y se me quedó mirando mientras volvíamos a firmar los impresos y me dirigí hacia la última puerta. Si estaba intentando dejar de morder a la gente, vivir con ella iba a resultar mucho más difícil.

 

—?Qué pérdida de tiempo! —dijo Ivy quedamente mientras pasábamos por debajo del detector de hechizos y la mujer nos devolvía nuestras cosas. Sin embargo, aquello no era cierto, y el pulso se me aceleró. Había recordado. Había recordado muchas cosas. Ignorando el temblor de mis rodillas, me enrollé la bufanda alrededor del cuello y, con el bolso bajo el brazo, me dirigí hacia las puertas de cristal y el brutal pero honesto frío nocturno. Milktoast y su amiga ya se habían enterado de demasiadas intimidades sobre nuestro drama personal.

 

—A decir verdad —dije intentando ponerme los guantes mientras Ivy me sujetaba la puerta para que pasara—, no fue una pérdida de tiempo. Al veros a ti y a Skimmer… recordé algo.

 

Ivy se detuvo en seco sobre sus huellas, tirando de mí para que me parara bajo la luz de una farola justo a la salida. Parecía que la temperatura había descendido durante la hora que habíamos pasado dentro, y el aire nocturno me cortó los pulmones como un cuchillo, haciendo que se me aclararan las ideas después de la acalorada confusión detrás de los muros de cristal. Inspiré profundamente el aire seco, que olía a nieve y a tubo de escape, y lo expulsé viendo los momentos pasados con mayor claridad.

 

—Kisten… —dije entrando en calor. De pronto me sonrojé. ?Dios! ?Qué difícil era aquello! Entonces cerré los ojos para evitar que se me llenaran de lágrimas. Tal vez sería capaz de decirlo si no la veía—. El asesino de Kisten tenía las manos frías —dije—. Y ásperas. Olía a cemento húmedo, y las puntas de sus dedos sabían a hierro frío. —Lo sabía porque los había tenido en mi boca. ?Por Dios bendito! Le supliqué que me mordiera.