Bruja blanca, magia negra

A algo menos de un kilómetro se divisaba el hospital, envuelto en la neblina a causa de la falta de luz y la nieve que caía. Al ver los pacíficos edificios, me asaltó la idea de llevarles mis peluches a los ni?os. Sabrían apreciar su valor y los tratarían con cari?o. Podría cogerlos esa misma noche, cuando buscara el libro de hechizos. Además, sería una buena excusa para subir allá arriba.

 

Ivy seguía de pie junto a la puerta cerrada, observando el edificio como si en su interior se encontrara su salvación o su condena. La ropa de cuero negra que solía ponerse para trabajar le daba un aspecto pulcro, aunque acentuaba su delgadez, y llevaba una gorra de ciclista que a?adía un toque picante. Al sentir que la observaba con una mirada interrogante, se puso en marcha y nos encontramos en la parte delantera de mi descapotable. Juntas nos dirigimos a través de los coches aparcados en dirección a la acera, de la que sí habían retirado la nieve.

 

—Siento que tengas que hacer esto —dijo, con la espalda encorvada por un motivo que no era, precisamente, el frío—. Skimmer… va a ser muy desagradable.

 

Ahogué una carcajada. ?Desagradable? Sabía de sobra que iba a ser cruel.

 

—Tú quieres hablar con ella —dije fríamente, intentando empujar mi miedo hasta un lugar en el que esperaba que fuera imperceptible.

 

Tenía muchas cosas que hacer aquella noche como para hacer una visita a Skimmer, pero era consciente de la valiosa información que podíamos obtener de ella; al menos no tendría que rehacer los hechizos localizadores. El alivio por saber que lo más probable es que el problema tuviera que ver con mi sangre y no con mis habilidades empezaba a vencer a la preocupación por la causa por la que el problema residía en mi sangre. Jenks era el único que sabía que el amuleto que había invocado había fallado, y pensaba que era un amuleto defectuoso. En aquel momento, los hechizos localizadores que Marshal había invocado se encontraban en poder de seis agentes de la AFI que patrullaban por la ciudad. Dudaba que hubieran entrado en el radio de treinta metros necesario para que saltara el amuleto, pero había mejorado enormemente mi prestigio entre ellos.

 

Con un poco de suerte, cuando fuera a cenar con mi madre y con Robbie, podría conseguir el libro y el equipamiento, y podría avanzar en la extinción de ese fuego. Hasta entonces me había preocupado que Al se presentara de improviso y raptara a quienquiera que estuviera conmigo ahora que había vuelto a oscurecer, pero no lo había hecho antes de encontrar a Pierce, y era poco probable que lo volviera a hacer.

 

Deseaba con todo mi corazón estar en casa de mi madre buscando el libro, en lugar de allí, hablando con una vampiresa rabiosa, pero caminé con resolución junto a Ivy hacia la prisión inframundana de baja seguridad. Todas las medidas de seguridad debían de estar en el interior, porque el exterior parecía un edificio dedicado a la investigación científica, con paredes de estuco y halógenos de seguridad iluminando los árboles y arbustos de hoja perenne. Probablemente el objetivo principal era mejorar las relaciones con los vecinos, pero la ausencia de vallas hacía que se me pusiera la carne de gallina.

 

Caminamos en silencio excepto por el ruido de nuestras botas sobre la sal y el hielo machacado. La zona pavimentada daba paso a una acera de color gris y, posteriormente, a una puerta de cristal de doble hoja en la que se exhibían los horarios de visita y las normas de lo que se podía introducir en el edificio. Mi detector de amuletos letales iba a resultar un problema.

 

La mujer de detrás del mostrador, que estaba hablando por teléfono, levantó la vista cuando entramos. Ya se habían puesto en marcha unas débiles alarmas, como reacción a mis amuletos, y sonreí intentando distender la situación. Entonces percibí un penetrante olor a secuoya y un tenue deje de vampiro desdichado. Ivy hizo un gesto de desagrado y yo balanceé el bolso para apoyarlo en el mostrador mientras firmábamos el registro. Había una televisión en la esquina en la que se veía el mapa del tiempo y se oía una voz que indicaba las previsiones para los próximos días. Por lo visto, iba a seguir nevando durante toda la noche.

 

—Rachel Morgan e Ivy Tamwood. Venimos a visitar a Dorothy Claymor —dije entregándole mi carné de identidad cuando reparé en el cartel que estaba detrás de ella en el que se exigía que se presentara. No me extra?aba que la rubia vampiresa insistiera en que todos la llamaran Skimmer—. Tenemos una cita.

 

Ivy me pasó el bolígrafo y estampé mi firma debajo de la suya. Recordé la última vez que había tenido que poner mi nombre en un libro de registro, y a?adí un punto y final después de mi firma para eliminar cualquier conexión física que pudiera tener conmigo. Hubiera sido mejor tacharla, pero allí no hubiera conseguido salir como si nada.

 

—Por allí —nos indicó la mujer pasando nuestros carnés de identidad por un escáner y devolviéndonoslos.