Bruja blanca, magia negra

Todavía resentida, bajé los escalones cubiertos de sal que conducían hacia el jardín y seguí el mismo camino que había recorrido la semana anterior. Había muchas posibilidades de que Al no accediera a mi petición y me viera obligada a mandar a Bis de vuelta a casa para coger la bolsa que solía llevarme cuando pasaba la noche fuera provocando que Al se echara unas risas y que yo realizara diez hechizos más antes del amanecer del día siguiente.

 

Miré hacia atrás y descubrí la ventana de la cocina cubierta de pixies, pero Jenks no se encontraba entre ellos. Poco a poco me liberé del sentimiento de culpa por haberme marchado a sabiendas de que no podía seguirme, pero tampoco me iba a enfrentar a ninguna situación peligrosa. Era como cuando le pedías a tu entrenador saltarte la carrera ese día para descansar. Podía llevarme un tortazo, pero no me jugaba la vida.

 

—No va a colar —me dije entre dientes mientras pasaba por encima del peque?o muro que separaba el jardín en el que cultivaba las hierbas para los hechizos del cementerio. El frío parecía clavarse en mi pecho como un cuchillo, y aminoré la marcha para no congelarme la nariz por respirar demasiado rápido. La fatiga no era nada nuevo y disponía de todos los trucos para mantenerla a raya. Podía sentir la línea luminosa brillando de forma tenue en mi mente, pero en lugar de acercarme a ella, me dirigí hacia la estatua de Pierce. No necesitaba estar encima de una línea para hablar con Al, y el área de tierra no consagrada rodeada por terreno santificado evitaría que Al pudiera deambular por ahí si decidía pasar a este lado.

 

El monolito de Pierce, que representaba a un ángel de rodillas agotado tras la batalla, resultaba espeluznante; con un aspecto no del todo humano, con los brazos demasiado largos y los rasgos que empezaban a consumirse a causa de la polución y la baja calidad de la piedra. Aquella sería la tercera vez que utilizaba aquel trozo de cemento de color rojo para invocar demonios, y el hecho de que empezara a tomármelo como una costumbre más resultaba preocupante.

 

—?Bis? —exclamé alzando la voz. Entonces di un respingo cuando la gárgola aterrizó en el hombro del ángel como una exhalación, levantando una leve ráfaga de aire que olía a polvo de roca.

 

—?Por todos los demonios! —grité, volviéndome hacia la iglesia para ver si alguien había notado mi sobresalto—. ?Qué me dices de una advertencia, tío?

 

—Lo siento —se disculpó el ser adolescente de treinta centímetros de altura, pero sus ojos rojos giraban divertidos a tal velocidad que supe que no lo sentía en absoluto. Su piel pedregosa se había vuelto negra al absorber todo el calor nocturno que había podido, pero sería capaz de cambiarla, incluso si se encontraba en un estado letárgico, a la salida del sol. Cuando creciera, tendría un mayor control sobre su sue?o, pero en aquel momento, como la mayoría de los adolescentes, durante las horas de sol dormía como un lirón. Jenks le permitía vivir en nuestra iglesia a cambio de que vigilara el terreno durante las cuatro horas, alrededor de medianoche, en las que los pixies solían dormir. Había estado haciendo mucho más que eso desde que las temperaturas habían descendido por debajo del nivel de tolerancia de los pixies. él y Jenks se llevaban de maravilla, puesto que a Bis lo habían echado de su antigua basílica por escupir a la gente y a Jenks eso le parecía estupendo.

 

—?Por qué está Jenks enfadado con usted? —preguntó plegando las alas.

 

Torcí el gesto.

 

—Porque cree que tiene que protegerme y voy a sitios a los que él no puede venir —expliqué—. ?Se nos oye desde aquí?

 

La gárgola se encogió de hombros y miró hacia la iglesia.

 

—Solo cuando gritan.

 

Solo cuando gritamos.

 

Tras sacudir la nieve de la base de la estatua del ángel, dejé las galletas en el suelo y saqué el espejo.

 

—?Guau! ?Qué alucine! —exclamó Bis en el momento en que el cristal de color vino devolvió el reflejo de la luz de la luna. Bajé la vista para mirarlo y sentí cómo el frío atravesaba la piel de mis guantes. Estaba de acuerdo con él, aunque era de la opinión de que algo que se utilizaba para invocar demonios no debería ser hermoso. Aquel era mi segundo espejo, hecho con un palo de madera de tejo, un poco de sal, vino, una pizca de magia y un montón de ayuda de Ceri. El primero lo había estrellado contra la cabeza de Minias cuando el demonio me había dado un susto de muerte. Ceri también me había ayudado a hacerlo. Era un glifo de contacto, no una maldición invocadora, y el pentáculo rodeado por un doble círculo junto con los símbolos podía abrir una senda hasta siempre jamás y con cualquier demonio con el que quisiera hablar. No necesitaba conocer su nombre de invocación, solo el común. Eso, y la palabra mágica que permitía entrar en contacto con la magia comunal del demonio. Algunos días deseaba no conocer aquella palabra.