Bruja blanca, magia negra

—Es el jodido Apocalipsis —musitó Jenks, y yo acaricié las orejas de la joven gata. Mi sorpresa se transformó en satisfacción cuando Rex se acomodó apoyando el cuerpo sobre las patas. Ivy sacudió la cabeza y se puso a trabajar de nuevo. De ninguna manera iba a echar a perder aquello llamando a Al. Al podía esperar. Sospechaba que Pierce estaba en la cocina y que estaba feliz.

 

Con Rex todavía en mi regazo, me comí otra galleta mientras me dejaba llevar por los recuerdos de Pierce. Habían pasado diez a?os y, aunque había cambiado (me había ido de casa, había estudiado, conseguido un trabajo, me habían despedido, había tenido que huir, había salvado una vida, había enterrado a mi novio y aprendido de nuevo a vivir), lo más probable es que él no hubiera cambiado en absoluto. La última vez que lo había visto constituía una atractiva mezcla de fuerza e indefensión, no mucho mayor que mi edad actual.

 

Sentí crecer una sonrisa y lo recordé haciendo pedazos la puerta del edificio de la SI con un conjuro, noqueando a los guardias de seguridad y alzando un muro a su alrededor para encerrarlos. Todo ello con una extra?a torpeza que despertó mi instinto protector. Había derribado a un vampiro no muerto con la energía que había canalizado a través de mí con tal delicadeza que ni lo había sentido, a pesar de que era consciente de que lo estaba haciendo.

 

Rex ronroneó y seguí deslizando los dedos por su pelo para que no se marchara. No era estúpida. Sabía que Pierce, incluso como fantasma, tenía una mezcla de fuerza y vulnerabilidad que era un auténtico imán para Rachel. Y no estaba tan ciega como para no admitir que sentía un pellizco de atracción. No obstante, a aquella atracción se impuso una inesperada sensación de paz. No iba a meterme de cabeza en una relación, aunque hubiera sido posible. Kisten me había ense?ado los riesgos de dejarme llevar por el corazón. Ya fuera porque era una cobarde, o porque había crecido, el caso es que me sentía feliz como estaba. No tenía prisa. Y me gustaba aquella sensación.

 

Ivy alzó la vista para mirarme y dejó de teclear cuando se dio cuenta de que el aire había cambiado. Con expresión apacible, miró a Jenks. Las alas del pixie se volvieron rojas por la agitación y, tras volar hasta el plato de las galletas, requirió mi atención.

 

—Ha llamado Marshal —comentó como si fuera la cosa más importante del mundo—. Estabas en el trono. Ha dicho que, si consigues librarte de tu cita con el Gran Al, ma?ana se pasará a desayunar y traerá dónuts.

 

—De acuerdo —dije rascándole la mandíbula a Rex y recordando con una sonrisa que, aunque Pierce no era el chico al que había dado mi primer beso, sí era el primero al que había besado como Dios manda.

 

—Lo acompa?ará Trent —a?adió Jenks con los brazos en jarras—. Y Jonathan.

 

—Me alegro —respondí acariciando a Rex. A continuación la acerqué a mi nariz para oler el dulce pelo de gata—. Qué gatita tan buena —canturreé—. Qué gatita tan lista que sabe que hay un fantasma en la iglesia.

 

Jenks batió las alas hasta convertirlas en una neblina, aunque sin moverse ni un centímetro.

 

—?Lo ves? —le dijo a Ivy consternado—. Le gusta. ?Rachel! ?Ha estado espiándonos! ?Por qué no empiezas a pensar con la cabeza?

 

Una oleada de rabia me invadió, pero fue Ivy la que dijo: ?Ya basta, Jenks?, en un tono rayano con el aburrimiento.

 

—No está espiándonos.

 

—?Pero le gusta! —protestó Jenks agitando las alas tan deprisa que al final el trozo de esparadrapo rojo salió disparado.

 

Ivy suspiró, mirando primero a Jenks y luego a mí.

 

—Estamos hablando de Rachel —dijo con una sonrisa—. Le doy tres meses como máximo.

 

—Sí, pero a este no se lo puede cargar —rezongó Jenks.

 

Aquello había sido de un extraordinario mal gusto, pero lo ignoré, encantada de que, finalmente, la gata hubiera dejado que la cogiera.

 

—No les hagas caso, Rexy —dije arrullándola mientras me olfateaba la nariz—. Rachel es una chica sensata. No va a salir con un fantasma por muy sexi que sea. Tiene sentido común como para hacer algo así. Y al quejica de Jenks, que le den. —En ese momento miré con expresión radiante al pixie, que respondió con un gesto de enfado.

 

—Rachel, suelta a mi gata antes de que metas un montón de ideas extra?as en su cerebro felino.

 

Con una sonrisa, dejé que Rex saliera del abrigo de mis brazos y se bajara al suelo. Ella se frotó contra mí y se marchó despacio. Se oyeron los vítores de los pixies desde lo alto del santuario y su sombra atravesó sigilosamente la puerta hasta desaparecer bajo el sofá de la sala de estar de la parte posterior de la iglesia.

 

Cuanto más turbado parecía Jenks, más satisfecha me sentía. Sonriendo, me lavé las manos, puse en una bolsa una docena de galletas para Al y la cerré con un trozo de alambre recubierto de plástico antes de colocarla junto al espejo adivinador. Al ver que me estaba preparando, Ivy cerró el ordenador.

 

—Voy a por los abrigos —dijo.

 

Jenks chasqueó las alas, enfadado porque se iba a quedar atrás.

 

No necesito vuestra ayuda —dije de improviso—. Gracias de todos modos.