Bruja blanca, magia negra

 

En la cocina hacía calor, y olía a azúcar moreno, pepitas de chocolate y mantequilla. Estaba haciendo galletas con la excusa de que servirían para ablandar a Al, pero la realidad era que quería que Jenks tuviera la oportunidad de entrar en calor. El viaje de regreso a casa había sido muy frío y, aunque nunca lo admitiría, cuando Ivy aparcó la bicicleta en la caba?a del jardín y yo lo entraba a toda prisa en la iglesia, él estaba casi azul. Hacía un buen rato que sus hijos se habían cansado de jugar en la corriente de aire que salía del horno, pero él seguía allí, moviendo las alas lentamente hacia delante y hacia atrás.

 

Como era de esperar, apenas entramos con la bicicleta descubrimos a un agente de la SI haciendo guardia con gesto severo. Tras hacerse con su copia del alta voluntaria, y sin mediar palabra, se marchó en su coche.

 

Si no hubiera sido por ese estúpido trozo de papel, en aquel momento estaría de nuevo en el hospital bajo vigilancia, pero gracias a él, estaba allí, sacando la última bandeja de galletas y encontrándome cada vez mejor. Cansada, pero mejor. ?Toma esa, doctora Mape!

 

Eran casi las cuatro de la ma?ana, la hora a la que solía irme a la cama arrastrando los pies. Ivy estaba delante de su ordenador; cada vez se le hacía más difícil presionar las teclas mientras esperaba, no muy pacientemente, a que llamara a Al y poder pedirle el día libre, pero hablar con los demonios no era tan sencillo. Antes quería que Jenks hubiera entrado en calor y que no tuviera problemas de movilidad. Y un poco de comida reconfortante nunca había hecho da?o a nadie.

 

—Se está haciendo tarde —musitó Ivy, y la aureola marrón que rodeaba sus pupilas se estrechó mientras seguía la pista de algo en el monitor—. ?Piensas hacerlo pronto?

 

—Aún faltan varias horas —dije deslizando la última galleta en la fuente que utilizaba para que se enfriaran. Coloqué la bandeja del horno en el fregadero para ponerla en remojo y alcé la vista hacia el reloj que tenía encima—. Relájate. Dispones, exactamente, de cuatro horas y dieciséis minutos. —Su mirada se dirigió hacia mí y colocó los lápices de colores en la jarrita de cerámica que utilizaba como portalápices—. Acabo de arrancar la página del almanaque.

 

Puse cinco galletas en un plato que coloqué junto al teclado de su ordenador y tomé la de más arriba.

 

—Quería hacer galletas. A todo el mundo le gustan las galletas —dije.

 

Ella esbozó una sonrisa y probó delicadamente una galleta con sus largos y delgados dedos.

 

Jenks se elevó para alejarse del horno. Por fin había entrado en calor.

 

—?Oh, sí! Las galletas son la solución —comentó riéndose mientras despedía un poco de polvo—. A Al casi le da un síncope la última vez que le pediste un día de permiso. Y te recuerdo que dijo que no.

 

—Pues por eso he hecho las galletas, listo. Además, tampoco estaba recuperándome del ataque de una banshee. Esta noche será diferente. Espero.

 

Con los brazos en jarras, el rostro de Jenks adoptó un gesto inusualmente agrio mientras aterrizaba en la isla central junto a mi espejo adivinador.

 

—Quizás deberías ofrecerle un bocado de alguna otra cosa. Apuesto lo que quieras a que te daría todo un a?o libre.

 

—?Jenks! —le espetó Ivy haciendo que el pixie nos diera la espalda y se quedara mirando por la oscura ventana.

 

—?Qué pasa, Jenks? —le pregunté en un tono tirante—. ?No quieres que hable con el ?demonio sabio?? Creo recordar que le dijiste a Rynn Cormel que era un demonio ?muy sabio?.

 

De acuerdo, tal vez me había pasado un poco, pero se había estado metiendo conmigo toda la noche y quería saber por qué.

 

él se quedó donde estaba, moviendo las alas de manera irregular y, cansada de aquella historia, me senté en mi silla y me incliné sobre la mesa hacia Ivy.

 

—?Qué co?o le pasa? —pregunté en un tono lo bastante alto como para que me oyera. Ivy se encogió de hombros y me limpié las migas de galleta de los dedos. Rex me miraba desde el umbral y, por si tenía suerte esa vez, le tendí la mano a modo de invitación.

 

—?Oh, Dios mío! —susurré cuando la gata se puso en pie y, agitando la cola alegremente, vino hacia mí—. ?Mira! —exclamé mientras el animal de color naranja golpeaba la palma de mi mano con la cabeza como si fuéramos grandes amigas. Ivy se asomó para verlo y, sintiéndome cada vez más valiente, le coloqué la mano bajo el lomo. Conteniendo la respiración, me alcé y, sin retorcerse siquiera, la gata estaba en mi regazo.

 

??Oh, Dios mío! —susurré de nuevo. El maldito felino estaba ronroneando.