Mis cabellos rizados estaban casi secos y, con una lentitud enervante, utilicé el peine del kit de higiene personal del hospital para intentar deshacer los nudos. El champú y el acondicionador también eran los del kit, y no quería ni pensar cuánto me iban a costar las botellas del tama?o de un dedo pulgar. Mínimo, cinco dólares cada una. Era peor que los productos del minibar de los hoteles de cinco estrellas. Sin embargo, no podía pedirle a Ivy que se acercara a casa para traerme mis cosas. Cuanto menos llevara conmigo, menos probabilidades había de que se dieran cuenta de que estaba huyendo.
Antes de la Revelación hubiera bastado con solicitar un alta voluntaria, pero, después de que la pandemia hubiera diezmado la población en un abrir y cerrar de ojos, las leyes habían reducido alegremente los derechos de los pacientes. A menos que realizaras el papeleo con suficiente antelación, tardaban una eternidad en concederte el permiso. Si quería largarme, tenía que hacerlo sin que nadie se enterara. Probablemente, el hospital mandaría a un montón de policías en mi búsqueda para evitarse posibles demandas, pero me dejarían en paz apenas tramitaran el alta voluntaria.
La ducha previa, que debía haber sido un peque?o lujo de cuarenta y cinco minutos derrochando agua caliente sin tener que preocuparme de la factura, se había transformado en un chaparrón de cinco minutos. La fuerza del agua golpeándome había hecho que me mareara y, cuando me enjuagué, tuve la sensación de que, junto con el jabón, me desprendía también de mi aura. Pero en aquel momento estaba sentada, razonablemente cómoda, en el duro sofá que estaba junto a la ventana, vestida con la ropa que me había traído Ivy: unos vaqueros y una camiseta negra que había alabado la primera vez que me la puse.
En un principio, creí que una ducha caliente era justo lo que necesitaba, pero se convirtió en una especie de prueba en la que debía averiguar con qué rapidez era capaz de moverme. O, para ser más exactos, con qué lentitud. La delgadez de mi aura era alarmante, y cada vez que realizaba un movimiento brusco, tenía la sensación de que iba a perder el equilibrio. Para colmo, sentía mucho frío. Por curioso que pudiera parecer, casi resultaba doloroso. ?Extra?o?, había dicho Glenn. Esa era la palabra que mejor lo definía.
Finalmente, me rendí y tiré el peine a la papelera preguntándome si alguien se habría tomado la molestia de contarle a Pierce lo que había pasado y de decirle que estaba bien. Probablemente no. Había mucha corriente junto a la ventana y, cuando descorrí las cortinas para echar un vistazo al exterior, el destello de las luces del coche rojo y blanco sobre la nieve hizo que aumentara mi sensación de frío.
Estiré el brazo para ponerme el abrigo y descubrí un nuevo desgarrón en la manga derecha. Mierda. Con el ce?o fruncido, me lo puse, me impulsé cuidadosamente con las botas sobre el sofá y me senté con los brazos rodeándome las rodillas. La jirafa sonriente estaba enfrente de mí, a la altura de los ojos, y los recuerdos se abrieron paso en mi mente, recuerdos de estar sentada en aquella misma posición esperando que mi padre mejorara o muriera, recuerdos aún más lejanos en los que esperaba que mamá viniera a buscarme y me llevara a casa. Suspirando, apoyé la barbilla sobre las rodillas.
Mi madre y Robbie se habían pasado a verme por la tarde. Mamá se había llevado un buen susto cuando le conté que me había atacado una banshee; y Robbie, como era de esperar, se puso hecho una fiera. Sus palabras exactas incluían maldiciones y numerosas referencias al infierno, pero él nunca había aprobado el trabajo que había elegido, así que sus opiniones no contaban. Lo quería mucho, pero se volvía un co?azo cuando intentaba que encajara con su idea de cómo quería que fuera. Se había marchado cuando yo tenía trece a?os y, en su mente, siempre sería una ni?a peque?a.
Al menos, cuando Marshal se enterara de que me había escapado, se ofrecería a ayudarme. Después de verle capturar a Tom, estaba considerando la posibilidad de aceptar su oferta, pero prefería reservármelo por si tenía que huir de mi ?seguro hogar? a otro sitio una vez que la policía viniera a por mí.
El chirrido casi imperceptible de la enorme puerta hizo que levantara la vista en la penumbra, tan solo iluminada por la tenue luz de la habitación. Eran Ivy y Jenks y, con una sonrisa, apoyé los pies en el suelo. Jenks fue el primero en llegar adonde me encontraba, dejando un débil rastro de polvo luminoso en la oscura estancia.
—?Estás lista? —preguntó revoloteando alrededor de mi pelo húmedo antes de posarse en mi hombro. Llevaba puesto el último intento de Matalina de hacer un traje de invierno para pixie y el pobre estaba envuelto en tal cantidad de tela azul que apenas podía bajar los brazos.
—Solo me falta atarme las botas —dije, metiendo la jirafa en mi bolso junto a la rosa tallada de Bis—. ?Lo habéis concretado todo con Keasley?