Antes bruja que muerta

—?El amuleto! —chillé, era obvio que el tipo no tenía ni idea de lo que yo quería—. ?Tírame el amuleto!

 

Al se detuvo en seco. Sus botas de montar inglesas dejaban huellas en el camino sin limpiar de la entrada. Se dio la vuelta.

 

—Detrudo —dijo. Estaba claro que era el desencadenante de una maldición que tenía grabada en la memoria.

 

Ahogué un grito cuando una sombra negra y roja de siempre jamás golpeó a David, lo tiró contra el muro contrario y lo perdí de vista.

 

—?David! —exclamé mientras Al empezaba a arrastrarme otra vez. Me contoneé y retorcí hasta que por lo menos me vi arrastrada de culo y no sobre el estómago. Iba dejando un peque?o rastro en la nieve, detrás de Al, que tiraba de mí, y aunque no dejaba de dar patadas, me encontré en la verja de madera del jardín que llevaba a la calle. Al no podía usar la línea luminosa del cementerio para arrastrarme a siempre jamás porque estaba totalmente rodeada por suelo sagrado, suelo que él no podía cruzar. La línea luminosa más cercana estaba a ocho manzanas de distancia. Tengo una oportunidad, pensé mientras la nieve fría me empapaba los vaqueros.

 

—?Que me sueltes! —le exigí al tiempo que le daba una patada a Al en la parte de atrás de las rodillas con el pie libre.

 

Le falló una pierna y se detuvo, su expresión colérica era patente bajo la luz de la farola. No podía convertirse en niebla para evitar los golpes porque yo podría soltarme.

 

—Pero qué terca eres —dijo mientras me cogía los dos tobillos con una mano y seguía.

 

—?No quiero ir! —grité y me sujeté a los bordes de la verja al pasar por ella. Nos detuvimos con una sacudida y Al suspiró.

 

—Suelta la verja —dijo con tono cansado.

 

—?No! —Me empezaron a temblar los músculos, luchaba por no moverme pero Al seguía tirando de mí. Solo tenía un hechizo de línea luminosa grabado en el subconsciente pero dejarnos atrapados a Al y a mí en un círculo no me llevaría a ninguna parte. El podía romperlo con tanta facilidad como yo, dado que su aura lo estaría manchando.

 

Se me escapó un grito cuando Al renunció a intentar arrastrarme por la verja, me levantó y me echó al hombro. Me quedé sin aliento de repente, un hombro duro y musculoso se me había clavado en la cintura. Apestaba a ámbar quemado y luché por liberarme.

 

—Esto sería mucho más fácil —dijo mientras yo le clavaba los codos entre los omóplatos sin mucho éxito— si aceptases que te tengo. Di solo que estás dispuesta a venir conmigo de buena gana y puedo llevarnos hasta una línea desde aquí, lo que te ahorrará pasar mucha vergüenza.

 

—?Me da igual la vergüenza! —Me estiré para alcanzar la rama de un árbol y suspiré de alivio cuando me enganché a una. Al sufrió un tirón y estuvo a punto de perder el equilibrio.

 

—Eh, mira —dijo, tiró de mí para soltarme y yo terminé con las palmas llenas de ara?azos y sangre—. Tu amiguito el lobo quiere jugar.

 

David, pensé. Me retorcí para ver por detrás del hombro de Al. Me esforcé por respirar y vi una sombra enorme de pie en medio de la calle nevada e iluminada por las farolas. Me quedé con la boca abierta. Se había convertido en lobo. El tío se había convertido en lobo en menos de tres minutos. Dios, lo que le tenía que haber dolido.

 

Y era enorme, después de todo había mantenido toda su masa humana. Yo diría que la cabeza me llegaría a mí al hombro. Un pelo sedoso y negro, más parecido al cabello humano, se mecía bajo el viento helado. Tenía las orejas aplastadas contra la cabeza y emitía un gru?ido de advertencia bajísimo. Nos obstruyó el camino con unas pezu?as del tama?o de mis manos estiradas y hundidas en la nieve. Lanzó un ladrido de advertencia profundo e indescriptible y Al se echó a reír. Se estaban encendiendo las luces en las casas de al lado y empezaban a apartarse cortinas.

 

—Legalmente es mía —dijo Al con ligereza—, así que me la llevo a casa. Ni lo intentes siquiera.

 

Al empezó a bajar la calle y me dejó debatiéndome entre pedir ayuda a gritos y admitir que lo mío no tenía remedio. Se acercaba un coche y sus faros lo ponían todo de relieve.

 

—Perrito bueno —murmuró Al cuando pasamos junto a David a unos buenos tres metros de distancia. Con el aspecto duro que le daba la luz de los faros, David inclinó la cabeza y me pregunté si se había rendido porque sabía que no podía hacer nada. Pero entonces levantó la cabeza y echó a correr tras nosotros.

 

—?David, no hay nada que puedas hacer! ?David, no! —chillé cuando sus lentas zancadas se convirtieron en toda una carrera. Con los ojos perdidos en un frenesí asesino, se precipitó directamente a por mí. Está bien, no quería que me arrastraran a siempre jamás, pero tampoco quería estar muerta.

 

Al se dio la vuelta con una maldición.