Antes bruja que muerta

—Vacuefacio —dijo con la mano blanca enguantada estirada.

 

Me retorcí sobre su hombro para ver. Había disparado una bola negra de fuerza que esperaba el ataque silencioso de David a algo más de medio metro por delante de nosotros. Las enormes patas de David dieron un resbalón pero chocó directamente contra ella. Rodó con un ga?ido y se tiró sobre un montón de nieve. El olor a pelo quemado se alzó y desapareció.

 

—?David! —exclamé sin sentir el escalofrío que me pellizcó—. ?Te encuentras bien?

 

Lancé un gemido cuando Al me soltó en el suelo y una mano enorme me apretó el hombro hasta que grité de dolor. La gruesa capa de nieve comprimida que cubría la acera se fundió bajo mi cuerpo y el trasero se me quedó entumecido de frío y dolor.

 

—Idiota —gru?ó Al para sí—. Tienes un familiar, por las cenizas de tu madre, ?se puede saber por qué no la utilizas?

 

Me sonrió con las gruesas cejas alzadas en una expresión de anticipación.

 

—?Lista para trabajar, Rachel, encanto?

 

Se me heló el aliento. Tuve un ataque de pánico y me lo quedé mirando, sabía que me estaba poniendo pálida y que lo miraba con los ojos como platos. —Por favor, no —susurré. El sonrió todavía más.

 

—Sujétame esto —dijo.

 

Cuando Al cogió una línea y su fuerza me atravesó como un trueno, el movimiento me arrancó un grito de dolor. El dolor me sacudió los músculos y un espasmo me agitó entera hasta que di con la cara contra la acera. Estaba ardiendo y me encogí en posición fetal, con las manos sobre los oídos. Me golpeaba un grito tras otro y no podía hacer nada por impedirlo. Me aporreaban los chillidos, lo único que era real además de la agonía que sentía en la cabeza. Como una explosión, la fuerza de la línea me atravesó y se acomodó en mi centro para derramarse después y provocar un incendio en mis miembros. Tenía la sensación de que me habían metido el cerebro en ácido y esos horribles chillidos no dejaban de atormentarme un instante los oídos. Estaba ardiendo. Me quemaba.

 

De repente me di cuenta de que la que gritaba era yo. Unos sollozos enormes, atroces, ocuparon su lugar cuando conseguí parar. Se alzó entonces un gemido agudo, espeluznante pero conseguí detener eso también. Abrí los ojos con un jadeo. Tenía las manos pálidas y me temblaban a la luz de los focos del coche. No estaban carbonizadas. El olor a ámbar quemado no me estaba arrancando la piel. Estaba todo en mi cabeza.

 

Oh, Dios. Tenía la sensación de tener la cabeza en tres sitios a la vez. Lo oía todo dos veces, lo olía todo dos veces y tenía otros pensamientos que no eran los míos. Al sabía todo lo que sentía, todo lo que pensaba. Solo pude rezar para no haberle hecho lo mismo a Nick.

 

—?Mejor? —dijo Al y me sacudí como si me hubieran dado un latigazo al oír su voz en mi cabeza además de con los oídos—. No está mal —dijo mientras me levantaba de un tirón sin que yo me resistiera—. Ceri se desmayó con solo la mitad y le llevó tres meses dejar de hacer ese horrendo ruido.

 

Atontada, sentí que me babeaba. No recordaba cómo se limpia uno. Me dolía la garganta y el aire frío que inhalaba parecía arder. Oí ladridos de perros y el motor de un coche. La luz de los faros no se movía y la nieve resplandecía. Colgaba sin fuerzas del brazo de Al e intenté mover los pies cuando empezó a caminar otra vez. El demonio me sacó a rastras de delante del coche y tras emitir un agudo chillido al resbalar por la nieve y el hielo, el coche se alejó a toda velocidad.

 

—Vamos, Rachel, amor —dijo Al en la nueva oscuridad, estaba de muy buen humor mientras tiraba de mí por una colina por la que había pasado la máquina quitanieves y me metía en un limpio camino de entrada—. Tu lobo se ha rendido y a menos que te sometas a mí, tenemos que recorrer un buen trozo de ciudad para llevarte a una línea luminosa.

 

Tropecé y me tambaleé detrás de Al, ya hacía tiempo que tenía los pies, cubiertos solo con los calcetines, tan fríos que no me respondían. El demonio me cogía la mu?eca con una mano, un grillete más sólido que cualquier metal. La sombra de Al se extendía tras nosotros hasta donde David jadeaba y sacudía la cabeza como si quisiera despejarse. No había nada que yo pudiera hacer, no sentí nada cuando David abrió la boca y ense?ó los dientes. Arremetió contra nosotros sin ruido. Atontada e insensible, lo observé todo como si estuviera muy lejos. Al, sin embargo, era muy consciente.