—Te echo de menos, Rachel —afirmó, y yo cerré los ojos. No lo digas, por favor, pensé. Por favor—. Pero me siento mucho mejor. Pronto estaré en casa.
Aquello era exactamente lo que Jenks me había advertido que diría, y se me hizo un nudo en la garganta.
—Yo también te echo de menos —respondí, sintiéndome de nuevo traicionada y perdida. No dijo nada más, y después de tres latidos continué llenando el silencio—. Bueno, Ivy y yo vamos a ir de compras. Está en el coche.
—Ah. —Sonó como si estuviera aliviado, el muy cabrón—. No te entretengo. Mmm, hablaremos más tarde.
Mentiroso.
—De acuerdo. Adiós.
—Te quiero, Rachel —susurró, pero colgué como si no lo hubiera oído. No sabía si podría seguir respondiendo a eso. Aparté mi mano del auricular, sintiéndome desgraciada. Mis lacadas u?as rojas resaltaban con brillo frente al plástico negro. Me temblaban los dedos y me dolía la cabeza.
—?Entonces por qué te marchaste en lugar de contarme lo que te pasaba? —pregunté a la vacía habitación.
Exhalé lentamente, de forma controlada, para tratar de expulsar la tensión de mi cuerpo. Me iba de compras con Ivy. No lo echaría a perder dándole vueltas a lo de Nick. Se había marchado. No iba a regresar. Se sentía mejor en una zona horaria diferente a la mía; ?por qué iba a regresar?
Tras colgarme del hombro la mochila, me dirigí hacia la puerta. Los pixies todavía estaban reunidos junto a las ventanas en peque?os grupos. Jenks estaba en algún otro sitio, lo que me hizo sentir aliviada. Tan solo me diría: ?Ya te lo advertí?, de haber escuchado mi conversación con Nick.
—?Jenks! ?Te dejo al mando de la nave! —exclamé al abrir la puerta principal, y una sonrisa, débil pero sincera, se dibujó en mis labios cuando me llegó un penetrante silbido procedente de mi escritorio.
Ivy ya estaba en el coche, y mis ojos se movieron hacia la casa de Keasley, al otro lado de la calle, atraídos por el murmullo de ni?os y el ladrido de un perro. Aminoré el paso. Ceri se encontraba en el patio, vestida con los vaqueros que le había llevado antes y un viejo abrigo de Ivy. Sus relucientes guantes rojos y un sombrero a juego causaban un intenso contraste con la nieve, mientras ella y unos seis ni?os de entre diez y dieciocho a?os rodaban bolas de nieve de un lado a otro. Una monta?a de nieve comenzaba a cobrar forma en un rincón del peque?o patio de Keasley. En la puerta contigua, había cuatro ni?os más haciendo lo mismo. Parecía que allí iba a tener lugar una batalla de bolas de nieve en cualquier momento.
Saludé con la mano a Ceri, y luego a Keasley, quien estaba de pie en su porche, contemplando la escena con una concentración que me indicaba que a él también le gustaría estar allí abajo, participando. Ambos me devolvieron el saludo y sentí una especie de calidez en mi interior. Había hecho algo bien.
Abrí la puerta del Mercedes que le habían prestado a Ivy y me introduje en él para comprobar que el aire aún salía frío por las rejillas. Al enorme turismo de cuatro puertas le costaba horrores calentarse. Sabía que a Ivy no le gustaba conducirlo, pero su madre no le prestaba nada mejor, y no podía llevar la moto en esas condiciones.
—?Quién era? —inquirió Ivy mientras yo desviaba la rejilla del aire hacia otra parte y me ponía el cinturón de seguridad. Ivy conducía como si no pudiera morir, lo cual pensé que era algo irónico.
—Nadie.
—?Nick? —preguntó, lanzándome una mirada de complicidad.
Apreté los labios y acomodé la mochila sobre mi regazo.
—Como te he dicho, no era nadie.
Ivy retiró el coche del bordillo sin mirar hacia atrás.
—Rache, lo siento.
La sinceridad en su voz impasible me hizo levantar la barbilla.
—Creía que odiabas a Nick.
—Y le odio —respondió en un tono carente de disculpa—. Creo que es manipulador y que oculta información que podría hacerte da?o. Pero a ti te gustaba. Puede… —titubeó, apretando y relajando los dientes—. Puede que regrese. él te… ama. —Profirió un sonido gutural—. Oh, Dios, me has hecho decirlo.
—Nick no es tan malo —dije entre risas y ella se volvió hacia mí. Mis ojos se centraron en el camión al que estábamos a punto de embestir en un semáforo, y me preparé para el impacto.
—Te he dicho que te ama. No que confíe en ti —aclaró, con sus ojos fijos en mí, mientras frenaba suavemente para detenerse en seco con nuestro morro a quince centímetros de su parachoques.
Se me encogió el estómago.
—?Crees que no confía en mí?
—Rachel —insistió, avanzando poco a poco cuando cambió la luz del semáforo, aunque el camión no se movía—. ?Se va de la ciudad sin decírtelo? ?Y encima no te dice cuándo va a volver? No digo que haya alguien entre vosotros; digo que hay algo. Se los pusiste de corbata y no es lo bastante hombre como para admitirlo, afrontarlo y superarlo.