—Puede ser.
Kisten se dirigió hacia la puerta principal, y automáticamente le seguí para verle partir. Mis pies, embutidos en la medias, eran tan silenciosos como los suyos sobre el suelo de madera. El santuario estaba en silencio, no se oía ni un murmullo en mi escritorio. Kisten se puso su abrigo de lana sin decir una sola palabra.
—Gracias —le dije al darle el largo abrigo de cuero que me había prestado.
Sus dientes relucían en la oscuridad del vestíbulo.
—Ha sido un placer.
—Por la noche fuera, no por el abrigo —repliqué, sintiendo cómo se humedecían mis medias debido a la nieve derretida—. Bueno, gracias también por dejarme usar tu abrigo —balbuceé.
Se inclinó hacia mí.
—También ha sido un placer —respondió, con sus ojos brillantes bajo la tenue luz. Me quedé mirándolos para saber si sus ojos se habían vuelto negros por el deseo o por la oscuridad—. Voy a darte un beso —me dijo con una voz tenebrosa, y mis músculos se tensaron—. Nada de evasivas.
—Nada de mordiscos —respondí completamente seria. La impaciencia hervía en mi interior. Pero era por mí, no por la cicatriz demoníaca, y aceptar eso fue tanto un alivio como un temor; no podía fingir que era por la cicatriz. Esta vez no.
Sus manos envolvieron mi barbilla de una forma cálida y firme al mismo tiempo. Aspiré cuando se acercó hacia mí con los ojos cerrados. El aroma a cuero y seda era intenso; el matiz de algo más profundo, más primario, espoleaba mis instintos, haciendo que no supiera lo que sentir. Con los ojos bien abiertos, observé cómo se inclinaba sobre mí; mi corazón latía con impaciencia por sentir sus labios en los míos.
Sus pulgares se movieron, siguiendo la curva de mi mandíbula. Mis labios se separaron. Pero el ángulo no era el adecuado para un beso en condiciones, y mis hombros se relajaron al darme cuenta de que se disponía a besarme en la comisura de mi boca.
Me relajé, inclinándome hacia el encuentro, y casi me entró el pánico cuando sus dedos se movieron más atrás, enterrándose en mi pelo. La adrenalina bombeaba en mi interior en una gélida corriente al darme cuenta de que no se dirigía a mi boca en absoluto.
?Iba a besarme en el cuello!, pensé quedándome helada.
Pero se detuvo con timidez, exhalando cuando sus labios encontraron el suave hueco entre mi oreja y la mandíbula. Los restos de adrenalina que corrían a través de mí, hicieron que mi pulso se acelerase. Sus labios eran delicados, pero sentía sus manos firmes en mi rostro, con un ansia contenida.
Una fresca calidez ocupó el sitio de sus labios cuando él se apartó, aunque se mantuvo allí durante un momento. Mi corazón latía salvajemente, y supe que él podía sentirlo casi como si fuera el suyo. Exhaló un largo y pausado aliento al mismo tiempo que yo.
Kisten retrocedió con el sonido del roce de la lana. Sus ojos encontraron los míos, y advertí que mis manos se habían elevado y se encontraban en su cintura. Bajaron de allí de mala gana y tragué saliva, sobrecogida. A pesar de que no había llegado a tocar mis labios o mi cuello, había sido uno de los besos más estimulantes que había experimentado jamás. La emoción de no saber lo que se disponía a hacer me había puesto en tal estado de ansiedad que un beso de verdad nunca habría podido ni acercarse.
—Eso es lo más jodido —dijo suavemente, elevando el puente de sus cejas con perplejidad.
—?Qué? —pregunté en un suspiro, aún sin haberme sacudido aquella sensación.
él sacudió su cabeza.
—No puedo olerte en absoluto. Y eso, de algún modo, resulta muy excitante.
Parpadeé, incapaz, de pronunciar una sola palabra.
—Buenas noches, Rachel. —Había una nueva sonrisa en su rostro al dar otro paso hacia atrás.
—Buenas noches —susurré.
Se volvió y abrió la puerta. El aire gélido me sacó de mi estado de aturdimiento. Mi cicatriz demoníaca, adormecida, no me había molestado ni una sola vez. Eso, pensé, era preocupante. El que Kisten pudiera hacerme esto sin ni siquiera juguetear con mi cicatriz. ?Qué demonios me estaba pasando?
Kisten me lanzó una última sonrisa desde el umbral, con la noche nevada como hermoso escenario. Tras girarse, descendió los helados escalones, haciendo crujir la sal con sus pisadas.