Antes bruja que muerta

Kisten aceleró suavemente en la intersección que había ante nosotros cuando el semáforo se puso en verde. Suspiró; estaba claro que no advertía mis pensamientos al tomar la curva para dirigirse hacia la iglesia. El reloj encendido sobre el salpicadero se?alaba las tres y media. Continuar con la cita ya no sonaba tan divertido, pero yo aún estaba temblando y, si no iba a llevarme a comer algo, terminaría apurando las galletitas de queso y las sobras del arroz para cenar. Puaj.

 

—?Un McDonald's? —sugerí. Solo era una cita, por el amor de Dios. Una cita… platónica.

 

Kisten sacudió la cabeza con rapidez. Con la boca abierta de asombro, casi embistió al coche que había delante de nosotros, pero pisó el freno en el último instante. Acostumbrada a la forma de conducir de Ivy, me limité a esperarlo y a balancearme hacia delante y hacia atrás.

 

—?Todavía tienes ganas de cenar? —me preguntó mientras el tipo delante de nosotros profería innombrables insultos a través del parabrisas trasero.

 

Me encogí de hombros. Estaba cubierta de restos de nieve sucia, el pelo me caía sobre las orejas, tenía los nervios disparados; si no me echaba algo al estómago, me pondría de mal humor. O enferma. O algo peor.

 

Kisten se reclinó en su asiento, con una expresión pensativa que suavizaba sus afilados rasgos. Hubo en destello de su arrogancia habitual en su relajada pose.

 

—La comida rápida es todo lo que puedo permitirme ahora —refunfu?ó ligeramente, pero pude ver que se sentía aliviado de que no le pidiese que me llevara a casa—. Tenía planeado usar una peque?a parte de las ganancias para llevarte a la torre Carew para una cena al amanecer.

 

—Los huérfanos necesitan el dinero más de lo que yo necesito una frívola cena en lo alto de Cincinnati —respondí. Kisten rió ante mi contestación, y el sonido facilitó que me liberase de la última brizna de alerta que permanecía en mi interior. El me había mantenido a salvo cuando me quedé paralizada. Eso no iba a volver a ocurrir. Jamás.

 

—Oye, eh, ?habría alguna forma de que no le contases esto a Ivy? —me pidió.

 

Sonreí ante la incomodidad que había en su voz.

 

—Te va a salir caro, colmillitos.

 

Se le escapó un diminuto sonido y se volvió, con los ojos muy abiertos y con fingida preocupación.

 

—Estoy en condiciones de ofrecerte un batido de tama?o gigante por tu silencio —propuso, y contuve un escalofrío por la amenaza fingida implícita en su tono. Sí, llamadme estúpida. Pero estaba viva, y él me había mantenido a salvo.

 

—Que sea de chocolate —le dije—, y puedes dar el trato por cerrado.

 

Kisten amplió su sonrisa y se aferró al volante con más fuerza.

 

Me recliné sobre el asiento de cuero climatizado, acallando el más mínimo pensamiento de preocupación. ?Qué? De todas formas no pensaba contárselo a Ivy…

 

 

 

 

 

15.

 

 

El hielo y la sal crujían con fuerza cuando Kisten me acompa?ó hasta mi puerta. Su coche estaba aparcado junto al bordillo, en un oasis de luz, difuso por la nieve que caía. Subí los escalones, preguntándome lo que ocurriría en los próximos cinco minutos. Era una cita platónica, pero una cita al fin y al cabo. El hecho de que pudiera besarme me puso nerviosa.

 

Me volví hacia él cuando llegué hasta la puerta, sonriendo. Kisten permaneció junto a mí con su largo abrigo de lana y sus brillantes zapatos; estaba muy guapo con el pelo cayéndole sobre sus ojos. La nieve era preciosa y se estaba acumulando en sus hombros. El mal trago ocurrido durante la noche se coló en mis pensamientos para salir de inmediato.

 

—Me lo he pasado muy bien —admití, queriendo olvidarlo—. El McDonald's ha sido divertido.

 

Kisten agachó la cabeza y dejó escapar una risita.

 

—Nunca había fingido ser inspector de sanidad para comer gratis. ?Cómo sabías lo que tenías que hacer?

 

Torcí el gesto.

 

—Yo, eh, trabajé en la parrilla de una hamburguesería cuando estaba en el instituto, hasta que se me cayó un amuleto en la freidora. —Sus cejas se elevaron y seguí hablando—. Me despidieron. No sé por qué se lo tomaron tan mal. Nadie salió herido, y a la mujer le quedaba mejor el pelo liso.

 

Kisten soltó una risotada que terminó convirtiéndose en tos.

 

—?Se te cayó una poción en la freidora?

 

—Fue un accidente. El due?o tuvo que pagarle una sesión completa en un spa, y a mí me echaron a patadas. Todo lo que necesitaba para romper el hechizo era un ba?o de sales, pero iba a demandarnos.

 

—No se me ocurre por qué… —Kisten se balanceaba sobre la punta de sus pies, con las manos detrás de la espalda mientras miraba caer la nieve sobre el campanario—. Me alegro de que te lo hayas pasado bien. También yo. —Dio un paso hacia atrás, y me quedé quieta—. Me pasaré por aquí ma?ana para recoger mi abrigo.

 

—Oye, eh, Kisten —dije, sin saber por qué—. ?Te apetece… una taza de café?

 

Se detuvo en una elegante pose, con un pie sobre el escalón inferior. Tras darse la vuelta, sonrió; sus ojos reflejaban que la idea le agradaba.