—?Coge esa pistola! —exclamó el hombre del abrigo largo, situado en la retaguardia.
Observé por encima del capó del Corvette de Kisten y vi que él también tenía una pistola. Mis ojos se abrieron de golpe al ver la oscura sombra de un hombre que se acercaba a mí. En su mano había una bola anaranjada de siempre jamas. Mi aliento silbó cuando el hombre sonrió y la lanzó contra mí.
Chocó contra el asfalto; el hielo cubierto de nieve era una difícil superficie para acertar. Siempre jamás explotó en una lluvia de chispas con olor a azufre cuando golpeó el coche de Kisten y rebotó hacia otro lado. Una gélida aguanieve me salpicó, despejándome las ideas.
Desde el suelo, apoyé las palmas de mis manos contra el asfalto y me puse en pie. Mi ropa… ?Mi ropa! Mis pantalones con forro de seda estaban cubiertos de nieve gris y sucia.
—?Mira lo que me has hecho hacer! —grité furiosa mientras me sacudía los fríos pegotes.
—?Hijo de puta! —chilló Kisten, y yo me giré para ver a tres brujos caídos formando un penoso círculo a su alrededor. El que me había arrojado la bola de siempre jamás se movió dolorido, y Kisten le pateó salvajemente. ?Cómo había llegado tan rápido hasta allí?—. ?Me has quemado la pintura, cabronazo!
Mientras le observaba, la actitud de Kisten cambió en un abrir y cerrar de ojos. Con sus ojos ennegrecidos, arremetió contra el brujo luminoso más cercano. Los ojos de aquel hombre se abrieron, pero no tuvo tiempo de nada más.
El pu?o de Kisten golpeó su cara, impulsando su cabeza hacia atrás. Se oyó un desagradable crujido y el brujo se derrumbó. Con los brazos muertos, trazó un arco en el aire hacia atrás y su cuerpo se deslizó hasta los faros del Cadillac.
Girándose antes de que el primero se hubiera detenido, Kisten apareció ante el siguiente, dando vueltas en torno a él en un estrecho círculo. Sus zapatos de vestir impactaron contra las corvas de las rodillas del sorprendido brujo. El hombre gritó cuando sus piernas cedieron. El sonido se interrumpió con aterradora inmediatez cuando Kisten le golpeó en la garganta con su brazo. Se me revolvió el estómago al oír el gorgoteo y el crujido del cartílago.
El tercer brujo echó a correr tratando de huir. Error. Gran, gran error.
Kisten cubrió los tres metros que les separaban en un suspiro. Tras agarrar del brazo al brujo fugitivo, empezó a dar vueltas sin soltarle. El chasquido de su brazo al dislocarse me impactó como una bofetada. Me llevé una mano al vientre, mareada. No lo había pensado durante más de un segundo.
Kisten se detuvo ante el último brujo que quedaba en pie, un impresionante ejemplar de más de dos metros. Me recorrió un escalofrío al recordar cuando Ivy me miraba de esa forma. Tenía una pistola, pero no creía que fuera a servirle de ayuda.
—?Vas a dispararme? —gru?ó Kisten.
El hombre sonrió. Sentí cómo invocaba una línea. Mi aliento acudió con presteza para articular una advertencia.
Kisten se lanzó hacia delante y agarró al hombre por la garganta. Sus ojos se hincharon de terror mientras luchaba por respirar. La pistola cayó de su mano, que colgaba inútil de su brazo. Los hombros de Kisten se tensaron; su agresividad era latente. No podía ver sus ojos. No quería verlos. Pero el hombre que tenía agarrado sí podía, y estaba aterrorizado.
—?Kisten! —exclamé, demasiado asustada para intervenir. Dios mío. Por favor, no. No quiero verlo.
Kisten vaciló, y me pregunté si podía oír los latidos de mi corazón. Lentamente, como si luchara por mantener el control, Kisten atrajo al hombre hacia él. El brujo jadeaba, luchando por respirar. La luz de los faros brillaba en la saliva acumulada en las comisuras de su boca, y su rostro estaba enrojecido.
—Dile a Saladan que ya nos veremos. —Kisten casi gru?ía.
Me agité cuando Kisten estiró su brazo y el brujo salió volando. Se golpeó contra una vieja farola, y el impacto repercutió en el poste, haciendo que la luz se encendiera. Cuando Kisten se volvió, tuve miedo de moverme. Al verme permanecer bajo la nieve que caía, iluminada por los faros del coche, se quedó quieto. Con esos ojos horriblemente ennegrecidos, se sacudió una mancha de humedad del abrigo.
Tensa y expectante, aparté la mirada de él para seguir la suya, que se dirigía hacia la masacre, brillantemente iluminada por los tres pares de faros y una farola. Había hombres desperdigados por todas partes. El que tenía el hombro dislocado había vomitado e intentaba llegar a uno de los coches. Se oyó el ladrido de un perro desde el otro extremo de la calle, y una cortina ondeó al cerrarse tras una ventana iluminada.
Me llevé una mano al estómago al sentir náuseas. Me había quedado quieta. Oh, Dios, me había quedado quieta, incapaz de hacer nada. Me había permitido bajar la guardia porque las amenazas de muerte contra mí habían desaparecido. Pero debido a mi trabajo, sería un objetivo para siempre.