Antes bruja que muerta

Kisten se puso en movimiento; sus pupilas estaban negras, con un fino anillo azulado a su alrededor.

 

—Te dije que te quedaras en el coche —me dijo, y me puse rígida cuando me asió del codo, guiándome hacia el Corvette.

 

Confusa, no me resistí. No estaba enfadado conmigo, y yo no quería hacerle sentir más consciente aún de mi corazón desbocado y del miedo que permanecía en mi interior. Pero me atenazó una sensación de alerta. Tras soltarme del brazo de Kisten, me di la vuelta, buscando algo con los ojos bien abiertos.

 

Desde el pie de la farola, el hombre caído entornó sus ojos, contrayendo el rostro por el dolor.

 

—Has perdido, zorra —dijo, y pronunció una feroz palabra en latín.

 

—?Cuidado! —grité apartando a Kisten de un empujón.

 

Cayó hacia atrás, recuperando el equilibrio con la gracilidad propia de un vampiro. Me fui al suelo cuando mis botas resbalaron. Un grito seco invadió mis oídos. Con el corazón en la boca, me puse en pie y miré a Kisten antes que nada. Se encontraba bien. Había sido el brujo.

 

Me llevé una mano a la boca, horrorizada al ver su cuerpo manchado de siempre jamás, retorcido sobre la acera cubierta por la nieve. El miedo se apoderó de mí cuando aquella nieve revuelta comenzó a te?irse de rojo. Estaba sangrando por los poros.

 

—Que Dios le ayude —susurré.

 

El hombre chilló, y luego volvió a chillar; aquel violento sonido activó un instinto primario en mi interior. Kisten avanzó hacia él rápidamente. No pude detenerle; el brujo estaba sangrando, gritaba de dolor y miedo. Tocaba todas las fibras sensibles de Kisten. Me volví hacia otro lado, y apoyé una mano temblorosa sobre el cálido capó del Corvette. Estaba a punto de marearme. Lo sabía.

 

Alcé mi cabeza cuando el miedo y dolor de aquel hombre acabaron con un repentino crujido. Kisten se incorporó con una horrible y furiosa mirada en sus ojos. El perro volvió a ladrar, llenando la gélida noche con un sonido de alarma. Un par de dados salieron rodando de la mano inmóvil del brujo, y Kisten los recogió.

 

No tuve tiempo de pensar nada más. Kisten estaba de inmediato junto a mí, con su mano en mi codo, llevándome hacia el coche. Le dejé hacer, contenta de que no hubiera sucumbido a sus instintos vampíricos, y preguntándome el porqué. En todo caso, su aura vampírica se había diluido por completo, sus ojos eran normales y sus movimientos, tan solo medianamente rápidos.

 

—No está muerto —me aseguró, ofreciéndome los dados—. Ninguno de ellos está muerto. No he matado a nadie, Rachel.

 

Me pregunté por qué le importaba lo que yo creyese. Cogí los cubos de plástico y los apreté hasta que me dolieron los dedos.

 

—Coge la pistola —susurré—. Tiene mis huellas.

 

Sin hacer caso a lo que le había dicho, cogió mi abrigo del coche y cerró la puerta.

 

El intenso olor a sangre atrajo mi atención y abrí la mano. Los dados estaban pegajosos. Se me revolvieron las tripas y me llevé a la boca una de mis manos, heladas por el viento invernal. Eran los dados que había usado en el casino. Toda la sala me había visto besarlos; aquel hombre trataba de usarlos como foco. Pero yo no había establecido contacto con ellos, y así el hechizo negro volvió en cambio a su creador.

 

Miré por la ventanilla, tratando de no hiperventilar. Se suponía que así era como yo debería estar ahora, con las extremidades contorsionadas y extendidas en un charco de nieve derretida manchada de sangre. Había sido un comodín en la partida de Saladan, y él estaba dispuesto a sacarme del juego para inclinar la balanza hacia sus hombres. Y yo no había hecho nada, demasiado paralizada por mi falta de amuletos, y demasiado impresionada, incluso para trazar un circulo.

 

Hubo un destello de luz más brillante cuando Kisten se situó frente a los faros del coche y se agachó para volver a levantarse con el arma. Sus ojos contactaron con los míos, cansados y abatidos, hasta que un suave movimiento a su espalda le hizo darse la vuelta. Alguien estaba intentando marcharse.

 

Dejé escapar un tenue gemido cuando Kisten dio unos pasos increíblemente largos y veloces y lo atrapó, levantándole al instante hasta que sus pies colgaban sobre el suelo. El hombre emitió un gimoteo que me llegó al alma mientras suplicaba por su vida. Me dije a mí misma que era una estupidez sentir piedad por él, que ellos habían planeado algo peor para Kisten y para mí, pero Kisten se limitó a hablar con él, acercando su rostro al del hombre para susurrarle al oído.

 

En un derroche de actividad, Kisten lo arrojó contra el capó del Cadillac, y limpió la pistola con la ayuda del abrigo del brujo. Al terminar, soltó el arma y dio media vuelta.