Antes bruja que muerta

La espalda de Kisten estaba arqueada cuando regresó al coche, reflejando una mala mezcla de furia y preocupación. Me abstuve de hablar cuando subió al vehículo y conectó los limpiaparabrisas. Todavía en silencio, sacudió la palanca de cambios hacia atrás y hacia delante, y maniobró hasta salir de la trampa que habían formado los dos coches.

 

Seguí agarrada a la manilla de la puerta sin decir nada mientras el coche se movía, se paraba y volvía a moverse. Finalmente, delante de nosotros no hubo más que la carretera despejada, y Kisten pisó a fondo el acelerador. Mis ojos se abrieron de golpe cuando las ruedas giraron y comenzamos a patinar sobre el hielo hacia la izquierda, pero entonces, los neumáticos se agarraron al asfalto y avanzamos en línea recta. Dejamos el camino por donde habíamos venido acompa?ados por el constante rugido del motor.

 

Guardé silencio mientras Kisten conducía, con movimientos bruscos y rápidos. Las luces destellaban bruscamente sobre nosotros, iluminando su cara, atenazada por el estrés. Sentía tensión en el estómago y me dolía la espalda. él sabía que estaba intentando pensar cómo reaccionar.

 

Contemplarlo había sido tan estimulante como terrorífico. Vivir con Ivy me había ense?ado que los vampiros eran tan inestables como un asesino en serie; divertido y fascinante durante un momento, agresivo y peligroso al siguiente. Yo lo sabía, pero el verlo me había servido como un recordatorio demoledor.

 

Tragué saliva, observé mi postura, advirtiendo que estaba más nerviosa que una ardilla debido a la velocidad. De inmediato, me obligué a soltar mis manos, fuertemente agarradas, y a relajar los hombros. Me quedé mirando los dados en mi mano.

 

—Yo jamás te haría eso, Rachel, jamás te lo haría —murmuró Kisten.

 

El vaivén de los limpiaparabrisas era lento y continuo. A lo mejor debería haberme quedado en el coche.

 

—Hay toallitas de papel en la guantera.

 

Su voz era suave, y llevaba implícita una disculpa. Bajé la mirada antes de que pudiera cruzarse con la suya, abrí la guantera y encontré unos pa?uelos de papel. Mis dedos temblaban al limpiar los dados y, tras un momento de duda, los dejé caer en mi bolso de mano.

 

Después de buscar más adentro, encontré las toallitas. Sintiéndome triste, le pasé a Kisten la primera, y luego me limpié las manos con la segunda. Kisten conducía con facilidad a través de las transitadas calles nevadas y se limpió meticulosamente las cutículas al mismo tiempo. Cuando terminó, sostuvo su mano levantada esperando mi toallita usada, y se la di. Había una peque?a bolsa para la basura colgada detrás de mi asiento, y Kisten alargó el brazo sin esfuerzo alguno y tiró ambas toallitas. Sus manos eran tan firmes como las de un cirujano; sin embargo, yo doblé mis dedos sobre las palmas para ocultar el temblor de las mías.

 

Kisten se removió en su asiento, y casi pude verle expulsar la tensión cuando exhalaba. Estábamos en mitad de los Hollows; las luces de Cincinnati brillaban ante nosotros.

 

—Snap, crackle, pop[2] —pronunció en voz baja.

 

Le miré, desconcertada.

 

—?Cómo dices? —pregunté, contenta de que mi voz sonara templada. Sí, le había visto derrotar a un aquelarre de brujos de magia negra con la fluida naturalidad de un depredador, pero si ahora quería charlar sobre cereales, por mí estaba bien.

 

Sonrió con sus labios cerrados, una se?al de disculpa, o puede que de culpa, en la profundidad de sus ojos azules.

 

—Snap, crackle, pop —repitió—. Derribarlos sonaba igual que un cuenco de cereales.

 

Levanté las cejas y una irónica sonrisa se dibujó en mis labios. Con un leve movimiento, estiré los pies sobre el suelo. Si no me reía, iba a ponerme a llorar. Y no quería ponerme a llorar.

 

—No lo he hecho muy bien esta noche, ?verdad? —inquirió, con sus ojos puestos otra vez en la carretera.

 

No dije nada, al no estar segura de lo que sentía.

 

—Rachel —dijo suavemente—. Siento que hayas tenido que ver eso.

 

—No quiero hablar de ello —repliqué, recordando los aterrorizados gritos de agonía de aquel hombre. Sabía que Kisten hacía cosas malas debido a quién era y para quién trabajaba, pero verle en acción me había dejado tan asqueada como fascinada. Yo era cazarrecompensas; la violencia formaba parte de mi existencia. No podía juzgar a ciegas lo ocurrido como algo malo sin que eso me hiciese ver mi propia profesión bajo una luz más oscura.

 

Aunque sus ojos se habían ennegrecido y sus instintos se habían despertado, actuó de forma rápida y decisiva, con unos movimientos gráciles y sucintos que me causaban envidia. Más aún, durante el transcurso del combate, había sentido como Kisten me prestaba atención sutilmente, siempre era consciente de dónde estaba y de quién me estaba amenazando.

 

Yo me había quedado paralizada y él me había mantenido a salvo.