—Confianza. No buscas nada, pero eres traviesa tras una puerta cerrada.
Contuve un escalofrío de emoción cuando se alejó de nuevo. Vale. Eso… está bien.
—Permíteme que te ayude con el abrigo —se ofreció, y emití un sonido de consternación al acompa?arle al vestíbulo. Mi abrigo. Mi feo, feo abrigo con pelaje de imitación alrededor del cuello.
—Ufff —dijo Kisten al verlo, frunciendo el ce?o bajo la tenue luz que se filtraba desde el santuario—. ?Sabes qué? —Se quitó su abrigo—. Puedes ponerte el mío. Es unisex.
—Echa el freno —protesté, retrocediendo un paso antes de que pudiera colocarlo sobre mis hombros—. Soy más lista de lo que crees, ?colmillitos?. Acabaré oliendo como tú. Esta es una cita platónica, y no voy a romper la regla número uno mezclando nuestros olores antes incluso de haber salido de la iglesia.
Sonrió; sus blancos dientes destellaban en la suave luz.
—Me has descubierto —admitió—. ?Pero qué vas a llevar? ?Eso?
Torcí el gesto al mirar hacia mi abrigo.
—De acuerdo —acepté, ya que no deseaba arruinar mi nueva imagen de elegancia con piel de imitación y nailon. Y además, estaba mi nuevo perfume…—. Pero no me lo pongo intencionadamente para mezclar nuestros olores, ?entendido?
él asintió, pero su sonrisa me hizo pensar lo contrario, y le permití que me ayudase a ponérmelo. Mi mirada se hizo distante cuando sentí su peso caer sobre mis hombros, cálido y reconfortante. Kisten podía no ser capaz de olerme, pero yo podía oler a Kisten, y su calidez corporal penetró en mí. Cuero, seda y el sutil y limpio matiz de una loción de afeitado formaron una mezcla ante la que me costó horrores no suspirar.
—?Tú estarás bien? —pregunté al ver que tan solo se quedaba con la chaqueta de su traje.
—El coche ya está caldeado. —Intercepto mi intención de alcanzar la puerta, tocando mi mano con la suya sobre el tirador—. Permíteme —dijo galantemente—. Soy tu pareja. Deja que actúe como tal.
Pensé que estaba haciendo el tonto; no obstante, le permití abrir la puerta y cogerme del brazo mientras bajaba los escalones, ligeramente cubiertos de nieve. Esta había comenzado a caer, escasa, tras el crepúsculo, y los horribles pegotes grisáceos acumulados por las quitanieves estaban cubiertos por una blancura virginal. El aire era frío y estimulante, y no hacía viento.
No me sorprendió que maniobrase para abrirme la puerta del coche y no pude evitar sentirme especial al acomodarme. Kisten cerró la puerta y se apresuró hacia su sitio. Los asientos de cuero eran cálidos y no había ningún ambientador de pino colgado del espejo interior. Mientras entraba, le eché un rápido vistazo a los discos que había en el compartimento. Iban desde Korn hasta Jeff Beck, e incluso tenía uno de monjes cantores. ?Escuchaba monjes cantores?
Kisten se acomodó en su asiento. Tan pronto como arrancó el motor, puso la calefacción al máximo. Me hundí en el asiento, disfrutando del profundo rugido del motor. Era notablemente más potente que el de mi peque?o coche, y vibraba a través de mí como un trueno. Además, el cuero era de una calidad superior, y la caoba del salpicadero también era auténtica, no de imitación. Yo era bruja; podía notar la diferencia.
Me negué a comparar el coche de Kisten con la ajada y fea camioneta de Nick, aunque era difícil no hacerlo. Y me gustaba ser tratada de forma especial, pero esto era distinto. Era divertido arreglarse, aunque terminásemos cenando en un McDonald's. Lo cual era una posibilidad muy real, ya que Kisten tan solo podía gastar sesenta dólares.
Al mirarle, allí sentado junto a mí, comprendí que no me importaba.
11.
—De modo que —dije lentamente mientras luchaba por no abalanzarme sobre el tirador de la puerta para evitar que se abriera cuando pasamos sobre una vía de tren—, ?dónde vamos?
Kisten me ofreció una sonrisa pícara; le iluminaban las luces del coche que había detrás de nosotros.
—Ya lo verás.
Elevé las cejas y tomé aire para sonsacarle detalles cuando una suave melodía provino de su bolsillo. Mi buen humor se transformó en exasperación cuando me lanzó una mirada de disculpa y estiró la mano en busca de su móvil.
—Espero que esto no vaya a ocurrir toda la noche —murmuré, apoyando el codo sobre la manilla de la puerta al tiempo que miraba hacia la oscuridad—. Porque puedes dar la vuelta y llevarme a casa si es así. Nick jamás contestaba llamadas durante una cita.