—Maldición —susurré. Antes tenía buen aspecto con mi vestido negro y las botas. ?Pero con esto? Con esto parecía… sofisticada. Al recordar la página doce, rebusqué mi cadena de oro más larga y me la pasé sobre la cabeza—. Doble maldición —suspiré, al girar para verme desde un ángulo distinto.
Mis curvas habían desaparecido, ocultas bajo las sencillas líneas rectas, pero la sutilidad de los modestos pantalones, la camisa de seda y la cadena de oro, declaraban a gritos confianza y lujo informal. Ahora mi pálida piel era suave alabastro en lugar de blancura enfermiza, y mi constitución atlética lucía impecable. Era una imagen nueva para mí. No sabía que podía aparentar ser una ricachona clase alta.
Me aparté el pelo del cuello con cierta reticencia y lo sostuve sobre mi cabeza.
—Vaya —espeté al ver mi sofisticación convertida en elegancia. Tener un aspecto tan impresionante pesaba más que la vergüenza de dejar que Kisten supiera que podía vestirme mejor de lo que yo misma era capaz.
Rebuscando en un cajón, encontré e invoqué mi último amuleto para domar los rizos de mi pelo; luego me lo recogí, dejando unos pocos mechones para cubrir artísticamente mis orejas. Me apliqué un poco más de mi nuevo perfume, revisé mi maquillaje, oculté el amuleto tamizador de pelo bajo mi camisa, y luego cogí un peque?o bolso de mano, ya que mi bolso grande arruinaría todo el modelito. La ausencia de mis hechizos habituales me hizo detenerme momentáneamente, pero se trataba de una cita, no de una caza. Y si tenía que luchar contra Kisten, usaría la magia de las líneas luminosas, de todas formas.
Mis botas de tacón plano fueron silenciosas al salir de mi habitación y seguir los suaves murmullos de conversación entre Kisten e Ivy hasta el santuario, iluminado con una luz ambarina. Vacilé en el umbral, mirando hacia el interior.
Habían despertado a los pixies, que revoloteaban por todas partes, concentrándose junto al piano de cola de Ivy mientras jugaban a las batallas entre las piezas del mecanismo. Se oía un tenue zumbido en el aire, y comprendí que la vibración de sus alas hacía que las cuerdas resonaran.
Ivy y Kisten estaban de pie bajo el umbral que daba entrada al vestíbulo. Ella tenía la misma mirada incómoda y desafiante que cuando se había negado a hablar conmigo. Kisten se inclinaba hacia ella claramente preocupado, con su mano sobre el hombro de Ivy.
Carraspeé para llamar su atención, y Kisten retiró su mano. La postura de Ivy cambió a su habitual ecuanimidad, pero pude advertir su confianza destrozada por dentro.
—Oh, eso está mejor —comentó Kisten al volverse, con un breve fulgor en sus ojos al ver mi collar.
Se había desabrochado el abrigo, y yo le miré con agradecimiento al aproximarme. No me extra?a que hubiera querido vestirme. Tenía un aspecto fabuloso: traje italiano a rayas azul marino, zapatos lustrosos, el pelo hacia atrás y con un suave olor a jabón… y me sonreía con una atractiva confianza en sí mismo. Su cadena habitual apenas se veía, oculta bajo el cuello de su almidonada camisa blanca. Una corbata elegida con buen gusto ce?ida a su cuello, y un reloj de faltriquera salía de uno de los bolsillos de su chaleco, pasaba a través de un ojal y llegaba al otro bolsillo del chaleco. Me fijé en su cuidada cintura, anchos hombros y esbeltas caderas, pero no había nada que reprocharle. Nada en absoluto.
Ivy parpadeó al verme.
—?Cuándo te has comprado eso? —preguntó, y yo sonreí con ganas.
—Kist lo encontró en el fondo de mi armario —respondí alegremente, y aquella sería la única afirmación de mi falla de gusto que él iba a obtener.
Era una cita, así que fui a ponerme junto a Kisten; Nick se habría llevado un beso, pero mientras Ivy y Jenks revolotearan por allí (literalmente en el caso de Jenks), se imponía un poco de discreción. Y lo más importante; no era Nick.
Jenks aterrizó sobre el hombro de Ivy.
—?Hace falta que diga algo? —inquirió el pixie, con las manos en sus caderas para asemejarse a un padre protector.
—No, se?or —respondió Kisten, completamente serio, y luché por reprimir una sonrisa. La imagen de un pixie de diez centímetros amenazando a un vampiro vivo de un metro noventa habría resultado ridícula si Kisten no se lo estuviera tomando en serio. La advertencia de Jenks era real y de obligado cumplimiento. Lo único más imparable que las hadas asesinas eran los pixies. Podrían gobernar el mundo si quisieran.
—Bien —dijo Jenks, aparentemente satisfecho.
Permanecí junto a Kisten y me balanceé dos veces hacia delante y hacia atrás sobre mis tacones planos mientras miraba a todos. Nadie decía una sola palabra. Aquello era realmente extra?o.
—?Nos vamos? —propuse finalmente.
Jenks se rió entre dientes y se alejó volando para reunir a sus crías de nuevo en el escritorio. Ivy le dedicó a Kisten una última mirada, y salió del santuario. Antes de lo que había esperado, la televisión resonó con un estruendo. Paseé mis ojos sobre Kisten, pensando que parecía tan distinto a su habitual uniforme de motero, como una cabra lo es de un árbol.
—Kisten —le dije, llevándome una mano al collar—. ?Qué es lo que… dice?
Se inclinó hacia mí.