—?Rache? —dijo Jenks, y se oyó un aleteo de sus extremidades cuando bajó hasta flotar a mi altura.
—Entonces, no sé si Piscary te ha vinculado o no —expuse, antes de quedarme paralizada al sentir que mi cicatriz hormigueaba, enviando se?ales de sentimientos profundos para llevarme a un estado de máxima alerta. Quen se enderezó. Nuestros ojos se encontraron, y supe por su mirada de terror que él también lo estaba sintiendo.
—?Rache! —exclamó Jenks; sus alas se tornaron rojas al situarse delante de mi cara y obligarme a volver en mí—. ?Quen no es el único que tiene un problema!
Seguí su asustada mirada hacia Ivy, detrás de mí.
—Oh… mierda —susurré.
Ivy estaba encogida en un rincón; su bata se le abría, mostrando su camisón de seda negra. Había perdido la conciencia, sus ojos negros estaban perdidos en el infinito mientras su boca temblaba. Me detuve, sin saber lo que estaba pasando.
—Sacadlo de aquí —susurró un chorro de saliva le caía de los dientes—. Oh, Dios, Rachel. No está vinculado a nadie. Piscary… El está en mi cabeza. —Comenzó a hiperventilar—. Quiere que lo tome. No sé si podré detenerme. ?Sacad a Quen de aquí!
Yo la miraba sin saber qué hacer.
—?Sacadlo de mi cabeza! —gimió—. ?Sacadlo! —Contemplé horrorizada cómo se acurrucaba con las manos sobre sus orejas—. ?Sacadlo!
Con el corazón desbocado, me giré hacia Quen. Mi cuello era una masa palpitante de impaciencia. Pude ver por su expresión que su cicatriz ardía y palpitaba. Por el amor de Dios, era tan agradable…
—Ve hacia la puerta —le dije a Jenks. Agarré a Quen por el brazo y lo llevé hasta el pasillo. Detrás de nosotros, se oyó un terrorífico y gutural gru?ido. Eché a correr, arrastrando a Quen detrás de mí. Al entrar al santuario, Quen se enderezó, soltándose de mí.
—?Tú te marchas! —grité, estirándome hacia él—. ?Ahora!
Se encontraba encogido y tembloroso; aquel maestro de las artes marciales parecía vulnerable. Su cara reflejaba la gravedad de su lucha interna. Sus ojos mostraban su espíritu roto.
—Acompa?arás al se?or Kalamack en mi lugar —me dijo con la voz quebrada.
—No, no lo haré. —Me estiré para cogerle del brazo.
Súbitamente revitalizado, retrocedió de un salto.
—Acompa?arás al se?or Kalamack en mi lugar —repitió, con desesperación en el rostro—. De lo contrario, me rendiré y volveré a entrar en esa cocina. —Su cara se contrajo y tuve miedo de que pudiera hacerlo—. Me está susurrando, Morgan. Puedo oírle a través de ella…
Se me secó la boca. Mis pensamientos volaron hacia Kisten. Si le dejara vincularme, podría acabar igual.
—?Por qué yo? —inquirí—. Existe una universidad llena de gente mejor que yo en la magia.
—Todos los demás dependen de su magia —jadeó, inclinándose hasta casi doblarse—. Tú la usas como último recurso. Es lo que te da… ventaja —resolló—. Se está debilitando. Puedo sentirlo.
—?De acuerdo! —exclamé—. ?Iré, maldita sea! ?Pero sal de aquí!
Quen dejó escapar un sonido de agonía, suave como una ráfaga de viento.
—Ayúdame —susurró—. No puedo seguir moviéndome.
Sintiendo mis propios latidos con fuerza, le cogí del brazo y lo arrastré hasta la puerta. Detrás de nosotros se oía el angustiado grito de Ivy. Se me revolvió el estómago. ?Qué estaba haciendo al aceptar una cita con Kisten?
Un rutilante rayo de luz reflejado por la nieve penetró en la iglesia cuando Jenks y su prole activaron el complejo sistema de poleas que habíamos construido para que pudieran abrir la puerta. Quen vaciló ante el frío golpe de aire que obligó a los pixies a esconderse.
—?Fuera! —exclamé llena de frustración y miedo al tirar de él hacia el porche.
Una enorme limusina Gray Ghost esperaba en el arcén. Dejé escapar un suspiro de alivio cuando Jonathan, el lacayo número uno de Trent, abrió la puerta del conductor y salió del vehículo. Jamás pensé que me alegraría de ver a ese hombre tan asombrosamente alto y desagradable. Estaban juntos en esto, trabajaban a espaldas de Trent. Aquello era un error más grave de lo habitual. Podía sentirlo en aquel instante.
Quen jadeaba mientras yo le ayudaba a bajar los escalones.
—Sácale de aquí —ordené.
Jonathan abrió la puerta de atrás.
—?Vas a hacerlo? —me preguntó, apretando sus finos labios al tiempo que se fijaba en mi pelo, cubierto de trozos de galleta y en mis vaqueros mojados.
—?Sí! —Empujé a Quen al interior. Cayó sobre el asiento de cuero y se derrumbó igual que un borracho—. ?Marchaos!
El alto elfo cerró la puerta de un golpe y se quedó mirándome.
—?Qué le has hecho? —inquirió con frialdad.
—?Nada! ?Es Piscary! ?Sácale de aquí!