El elfo vestido de negro sonrió.
—Ese no es el estilo de la se?orita Morgan. —Su rostro marcado de viruela reflejaba seguridad, y yo detestaba esa mirada de confianza en sus ojos verdes—. Si coge el dinero, protegerá al se?or Kalamack hasta su último aliento. ?No es así?
—No —respondí, a sabiendas de que lo haría. Pero no iba a coger sus asquerosos diez de los grandes.
—Y aceptarás el dinero y el trabajo —aseguró Quen—, porque si no lo haces voy a hablarle a todo el mundo acerca de tus veranos en ese peque?o campamento de su padre. Eres la única persona con las mínimas posibilidades de mantenerle con vida.
Mi rostro se quedó petrificado.
—Cabrón —susurré, negándome a sentirme asustada—. ?Por qué no me dejáis en paz? ?Por qué yo? Me acabas de inmovilizar contra el suelo.
Quen apartó su mirada hacia abajo.
—Habrá vampiros allí —dijo con suavidad—. Son poderosos. Existe la posibilidad… —Tomó aire y me miró de nuevo a los ojos—. No sé si…
Sacudí la cabeza un tanto más tranquila. Quen no lo contaría. A Trent le molestaría bastante si me encerrasen en un cajón y me enviasen a la Antártida; aún conservaba esperanzas de hacer que me uniera a su organización.
—Si te dan miedo los vampiros, ese es tu problema —le dije—. No pienso permitir que lo conviertas en el mío. Ivy, échalo de mi cocina.
Ivy no movió un solo músculo, y me volví; mi ira desapareció en cuanto vi la expresión inerte en sus ojos.
—Ha sido mordido —susurró, sorprendiéndome con aquel nostálgico titubeo en su voz. Encogida, se reclinó sobre la pared, cerró los ojos e inhaló lentamente para olfatearle.
Mis labios se abrieron al comprenderlo. Piscary le había mordido, justo antes de que apalease al vampiro no muerto hasta dejarlo inconsciente. Quen era inframundano, y como tal no podía contraer el virus vampírico y ser transformado, pero sí podía ser vinculado mentalmente a su amo vampiro. Me encontré rodeándome el cuello con una mano, con el rostro rígido.
El Gran Al había tomado la forma y las habilidades de un vampiro cuando me rajó el cuello y trató de matarme. Me había llenado las venas con un cóctel de neurotransmisores de la misma potencia que el que ahora corría a través de Quen. Era un rasgo de supervivencia que ayudaba a asegurar que los vampiros dispusieran de una reserva de sangre voluntaria, y convertía el dolor en placer al ser estimulado por las feromonas de un vampiro. Si el vampiro tenía suficiente experiencia, podía sensibilizar la reacción de forma que él y solamente él pudiera estimular el mordisco para convertirlo en algo placentero, vinculando a la persona únicamente a él y previniendo el aprovechamiento furtivo de su reserva personal.
Algaliarept no se había molestado en sensibilizar los neurotransmisores, ya que estaba tratando de matarme. Me dejó con una cicatriz con la que cualquier vampiro podía juguetear. No pertenecía a nadie y, mientras mantuviera los dientes de vampiro en el sitio correcto de mi piel, seguiría siendo así. En la clasificación del mundo de los vampiros, una persona mordida y no vinculada estaba en lo más bajo; era un regalo de fiestas, un patético resto tan por debajo de lo apreciable que cualquier vampiro podía conseguir lo que deseaba. Dicha propiedad sin due?o no duraba mucho, solía pasar de vampiro en vampiro, pronto desprendida de vitalidad y voluntad, abandonada a su suerte en la confusa soledad de la traición cuando la fealdad de su vida comenzaba a mostrarse en su rostro. Yo estaría entre ellos si no fuera por la protección de Ivy.
Y Quen, o bien había sido mordido y abandonado a su suerte al igual que yo, o mordido y reclamado por Piscary. Al contemplar con piedad a aquel hombre, decidí que tenía derecho a estar asustado.
Cuando fue consciente de mi comprensión, Quen se puso en pie con suavidad. Ivy se puso tensa, y yo alcé mi mano para indicarle que no había nada que temer.
—No sé si el mordisco me ha vinculado, o no, a él —explicó Quen, tratando en vano de ocultar su miedo con una aparente quietud en su voz—. No puedo arriesgarme a que el se?or Kalamack confíe en mí. Podría… distraerme en un momento delicado.
Desde luego, las oleadas de felicidad y las promesas de placer provocadas por aquel mordisco podían convertirse en una gran distracción, incluso en mitad de una pelea. La compasión me impulsaba. Gotas de sudor recorrían su rostro, ligeramente arrugado. Tenía la misma edad que tendría mi padre, si aún estuviera con vida, con la fuerza de un veintea?ero y la entereza que tan solo la madurez podía otorgar.
—?Algún otro vampiro te ha provocado un cosquilleo en la cicatriz? —le pregunté, pensando que era una pregunta realmente personal, pero era él quien había acudido a mí.
Sin esquivar mi mirada, respondió.
—Aún tengo que estar en una situación en la que pueda ocurrir.