Mis pies lo golpearon de lleno en el pecho y ambos nos fuimos al suelo.
?Dónde estaban todos?, pensé cuando mis caderas chocaron contra el suelo y gemí por el dolor. Estaba armando suficiente escándalo como para despertar a los muertos. Pero, al ser más habitual que el silencio durante los últimos días, Ivy y Jenks probablemente lo ignorarían y esperarían a que pasara.
Me escabullí, alejándome rápidamente de Quen. Sin ver dónde ponía mis manos, busqué a tientas mi pistola de bolitas, guardada a propósito a la altura de las rodillas. La saqué de un tirón. Los cacharros de cobre allí guardados cayeron rodando ruidosamente.
—?Ya basta! —grité con los brazos rígidos mientras apoyaba mi trasero sobre el agua salada, apuntándole. La pistola estaba cargada con bolitas explosivas llenas de agua para practicar, pero él no lo sabía—. ?Qué es lo que quieres?
Quen vaciló; el agua le había provocado manchas oscuras en sus pantalones negros. Le tembló un ojo.
La adrenalina se disparó. Iba a jugársela.
Mi instinto y practicar con Ivy me hicieron apretar el gatillo cuando él saltaba sobre la mesa y aterrizaba como un gato. Seguí su movimiento y disparé hasta la última bolita.
Pareció ofenderse cuando se detuvo en posición agachada, alternando su atención entre mi persona y las seis salpicaduras en su ajustada camiseta. Mierda. Había fallado uno de los disparos. Apretó los dientes y entornó los ojos de pura irritación.
—?Agua? —dijo sorprendido—. ?Cargas tu pistola de hechizos con agua?
—?No deberías sentirte afortunado? —respondí—. ?Qué es lo que quieres?
Sacudió su cabeza y aspiré con un siseo al notar en mi interior una sensación de descenso. Estaba invirtiendo la invocación de la línea.
El pánico me llegó hasta los pies y me aparté el pelo de los ojos. Desde su ventajosa situación, sobre la mesa, Quen se incorporó en toda su altura, moviendo las manos mientras susurraba en latín.
—?No te dejaré hacerlo! —exclamé al lanzarle mi pistola de bolitas. él la esquivó y yo agarré lo primero que tuve a mano para lanzárselo, desesperada por evitar que finalizase el encantamiento.
Quen esquivó el bote de mantequilla glaseada. Chocó contra la pared, dejando una mancha verdosa. Cogí el tarro de las galletas y corrí alrededor de la encimera, balanceándolo como un columpio. Se lanzó bajo la mesa para esquivarlo, mientras me maldecía. Las galletas y los caramelos salieron disparados por todas partes.
Lo seguí, agarrándole por las rodillas para, finalmente, caer ambos con un sonoro chapoteo. Se retorció bajo mi presa hasta que sus ojos, de color verde claro, toparon con los míos. Con las manos temblorosas le metí en la boca un pu?ado de galletas empapadas en agua salada para que no pudiera invocar verbalmente un amuleto.
Me las escupió con una expresión vehemente en su rostro, intensamente bronceado y marcado por la viruela.
—Peque?a zorra… —consiguió decir, y yo le introduje algunas más.
Sus dientes se cerraron sobre mi dedo y yo chillé, retirándolo con rapidez.
—?Me has mordido! —exclamé llena de cólera. Voló uno de mis pu?os, pero él rodó hacia un lado y lo estrellé contra las sillas.
Se puso en pie, jadeante. Estaba empapado, cubierto de agua y virutas de azúcar de colores. Gru?ó una palabra que no llegué a entender y se abalanzó sobre mí.
Rodé tratando de zafarme. El dolor invadió mi cuero cabelludo cuando me agarró del pelo y me lo retorció hasta abrazarme, con mi espalda pegada a su pecho. Uno de sus brazos estaba alrededor de mi cuello, asfixiándome. El otro se deslizó entre mis piernas, levantándome hasta estar apoyada sobre un solo pie.
Furiosa, le di un codazo en las tripas con el brazo que tenía suelto.
—?Quita tus manos… —gru?í, saltando hacia atrás sobre un pie— de mi pelo! —Alcancé la pared y lo estampé contra ella. Soltó un resoplido al golpearle en las costillas, y su presa alrededor de mi cuello se debilitó.
Me giré para golpear su mandíbula con mi brazo, pero se escabulló. Me encontraba mirando la pared amarilla. Me fui al suelo con un chillido; había tirado de mis piernas hacia atrás desde abajo. Cayó con todo su peso sobre mí, inmovilizándome sobre el suelo mojado con los brazos sobre mi cabeza.
—He ganado —jadeó sentándose sobre mí; sus ojos verdes me miraban furibundos bajo su pelo corto revuelto.
Luché en vano por liberarme, molesta porque aquello fuera a decidirse por algo tan estúpido como la masa corporal.
—Has olvidado algo, Quen —bufé—. Tengo cincuenta y siete compa?eros de apartamento.
Quen frunció su ce?o, ligeramente arrugado.
Tras tomar aire profundamente, silbé. Los ojos de Quen se abrieron de golpe. Gru?endo por el esfuerzo, liberé mi mano derecha de una sacudida y golpeé su nariz con el canto de la mano.