Antes bruja que muerta

Había una pendiente más adelante, donde estaban las águilas. Giré a la derecha, echando el cuerpo hacia atrás mientras descendía. El se?or lobo me siguió. Mientras correteaba a lo largo del entorno de las águilas, pasé lista de lo que llevaba encima. En mi ri?onera estaban mis llaves, el teléfono, un amuleto ya invocado para calmar el dolor y mi pistola de bolitas cargada con pociones de sue?o temporal. No me servía; lo que quería era hablar con él, no dejarlo fuera de combate.

 

El camino se abrió a una explanada desierta. Nadie corría por allí, debido a que la colina era mortal cuando había que subirla de vuelta. Perfecto. Con el corazón desbocado, fui hacia la izquierda para tomar la cuesta en lugar de dirigirme hacia la entrada a la calle Vine. Esbocé una sonrisa cuando su ritmo descendió. No se lo había esperado. Inclinándome sobre la colina, la ascendí a toda velocidad; parecía ir a cámara lenta. El camino era estrecho y estaba cubierto de nieve. Me siguió.

 

Aquí, pensé al alcanzar la cima. Jadeante, eché un rápido vistazo a mi espalda y salí del camino hasta introducirme en los espesos matorrales. Mis pulmones ardían al contener la respiración. Pasó junto a mí, con el sonido de sus pies y de su respiración pesada, con decisión en sus zancadas. Al llegar a la cima, vaciló, mirando para saber hacia dónde me había dirigido. Sus oscuros ojos estaban entornados, y las primeras se?ales de cansancio le hacían fruncir el entrecejo.

 

Tras tomar aire, salté.

 

Me oyó, pero ya era demasiado tarde. Caí sobre él cuando se giraba, y lo sujeté contra un viejo roble. Dejó escapar un bufido cuando se golpeó la espalda, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Mis dedos le apretaban bajo su barbilla, para contenerle ahí, y mi pu?o golpeó su plexo solar.

 

Ahogando un grito, se inclinó hacia adelante. Lo solté y cayó junto a la base del árbol, agarrándose el estómago. Su peque?a y fina mochila casi se le sale por la cabeza.

 

—?Quién demonios eres tú, y por qué llevas tres meses pegado a mi trasero? —exclamé, confiando en que la hora del día y el hecho de que el zoo estuviese en teoría cerrado mantuvieran nuestra conversación en privado.

 

El hombre lobo levantó una mano con la cabeza inclinada sobre su pecho. Era peque?a para un hombre, y gruesa, con unos dedos cortos y de aspecto poderoso. El sudor había vuelto su camiseta de un gris más oscuro; lentamente, movió sus musculosas piernas para ponerlas en una posición menos embarazosa.

 

Di un paso hacia atrás, con las manos en las caderas; mis pulmones se hinchaban y deshinchaban, recuperándose del ascenso. Enfadada, me quité las gafas de sol, las colgué en la goma de mi cintura y esperé.

 

—Soy David —dijo con aspereza en su voz al levantar la vista para mirarme, y volvió a dejarla caer mientras luchaba por respirar de nuevo. Sus ojos marrones reflejaban dolor y un atisbo de vergüenza. El sudor empapaba su tosco rostro, cubierto de una negra barba de tres días, a juego con su largo pelo—. Dios bendito —gru?ó mirando al suelo—. ?Por qué tenías que pegarme? ?Qué pasa con vosotras, las pelirrojas, siempre tenéis que pegarle a algo?

 

—?Por qué me estás siguiendo? —le acusé.

 

Con la cabeza aún inclinada, volvió a levantar la mano, para indicarme que esperase. Me removí nerviosamente mientras él tomaba una profunda bocanada de aire, para después tomar otra. Dejó caer la mano y elevó la mirada.

 

—Me llamo David Hue —me dijo—. Soy investigador de seguros. ?Te importa si me levanto? Me estoy empapando.

 

Mi boca se abrió de golpe y retrocedí varios pasos hacia el camino mientras él se levantaba y se sacudía la nieve del trasero.

 

—?Investigador de seguros? —balbuceé. La sorpresa eliminó los restos de adrenalina que quedaban en mi interior. Me rodeé con mis propios brazos, deseando tener mi abrigo, ya que el aire parecía más frío ahora que no me movía—. He pagado mi factura —atajé, empezando a ponerme furiosa—. No he faltado a ninguno de los pagos. Pensarás que por ser seiscientos dólares al mes…

 

—?Seiscientos al mes! —espetó con el rostro desencajado—. Cielo, tenemos que hablar.

 

Me sentí ofendida y retrocedí, aun más. Supuse que tendría unos treinta y tantos, basándome en la madurez, de su mentón y en el mínimo matiz de grosor en su cintura, que su camiseta elástica no lograba ocultar. Sus anchos hombros eran fuertes, con músculos que tampoco podían esconderse tras la camiseta. Y sus piernas eran fabulosas. Algunas personas no deberían usar ropa elástica. A pesar de ser mayor de lo que me gustaban los hombres, David no entraba en esa categoría.

 

—?Es eso de lo que se trata? —inquirí, molesta y aliviada al mismo tiempo—. ?Es así como consigues clientes? ?Acechándoles? —Fruncí el ce?o y le di la espalda—. Es patético. Hasta para un hombre lobo.

 

—Espera —me dijo, renqueando hasta llegar al camino, acompa?ado por el crujido de las ramitas del suelo—. No. En realidad estoy aquí por el pez.

 

Me detuve, con los pies de nuevo bajo el sol. Mis recuerdos retrocedieron hasta el pez que había robado de la oficina del se?or Ray el pasado septiembre. Mierda.