—Rachel —pronunció suavemente, y mi corazón palpitó ante la fascinación con la que lo dijo. Miré por la ventana al exterior, hacia el nevado y grisáceo jardín y las tumbas que había más allá. ?Qué demonios estaba haciendo en mi cocina con dos vampiros hambrientos cuando el sol llegaba a su ocaso? ?Es que no tenían adonde ir? ?Personas a las que morder aparte de mí?
—No me ha plantado —protesté mientras cogía la comida para peces y alimentaba al se?or Pez. Pude ver reflejada en la oscura ventana la silueta de Ivy, mirándome—. Se ha marchado de la ciudad por unos días. Me ha dado su llave para que compruebe que todo va bien y que le recoja el correo.
—Oh. —Kisten miró a Ivy de reojo—. ?Será una excursión larga?
Alterada, dejé en su sitio la comida para peces y me volví.
—Me ha dicho que va a volver —insistí, endureciendo el rostro al oír la horrible verdad oculta tras mis palabras. ?Por qué diría Nick que iba a volver si no se le hubiera ocurrido no hacerlo?
Mientras los dos vampiros intercambiaban más miradas silenciosas, extraje un aburrido libro de cocina de mi librería de hechizos y lo solté con un sonoro golpe sobre la encimera central. Le había prometido a Jenks que encendería el horno esta noche.
—Ni se te ocurra tratar de coger el rebote, Kisten —le advertí.
—Ni en sue?os. —El espaciado y suave tono de su voz decía lo contrario.
—Porque tú no eres capaz de ser ni la mitad de hombre que Nick —afirmé estúpidamente.
—Un listón alto, ?eh? —se burló Kisten.
Ivy se sentó sobre la encimera, junto a mi cuba de cuarenta litros de solución salina, rodeándose las rodillas con sus brazos y, aun así, logró seguir pareciendo amenazadora mientras le daba sorbos a su café y observaba a Kisten jugar con mis sentimientos.
Kisten la miró como si le pidiera permiso, y fruncí el entrecejo. Después, se levantó acompa?ado del sonido del roce de su ropa hasta inclinarse sobre la encimera central, frente a mí. Su collar se balanceaba, atrayendo mi atención hacia su cuello, marcado con unas suaves cicatrices, casi invisibles.
—Me gustan las películas de acción —me dijo, y la respiración se me aceleró. Podía oler el penetrante aroma del cuero bajo el seco perfume de la seda.
—?Y qué? —inquirí con aire desafiante, molesta al pensar que Ivy probablemente le había hablado de Nick y de mis largos fines de semana delante de la tele viendo el canal Adrenalina.
—Que puedo hacerte reír.
Pasé las hojas hasta llegar a la página más estropeada y llena de manchas que había en el libro que le había cogido a mi madre, sabiendo que se trataba de la receta para las galletas de azúcar.
—Y también Bozo el payaso, pero no saldría con él.
Ivy se lamió el dedo y trazó una marca en el aire.
Kisten sonrió, mostrando un leve atisbo de sus colmillos, retrocediendo y claramente resentido por mi respuesta.
—Deja que salga contigo —continuó—. Una primera cita platónica para demostrarte que Nick no era nada especial.
—Oh, por favor —me burlé, sin llegar a creer que se estuviera rebajando tanto.
Con una sonrisa, Kisten se transformó en un ni?o rico malcriado.
—Si te lo pasas bien, entonces tendrás que admitir que Nick no era nada del otro mundo.
Me agaché para coger la harina.
—No —contesté al levantarme y colocarla sobre la encimera de un golpe. Una mirada dolorida arrugó su rostro cubierto por una barba de un día; era ungida pero aun así efectiva.
—?Por qué no?
Miré a Ivy, detrás de mí, que nos contemplaba en silencio.
—Tienes dinero —respondí—. Cualquiera puede hacer pasar un buen rato a una chica con el dinero suficiente.
Ivy trazó una nueva marca en el aire.
—Y van dos —anunció frunciendo el ce?o.
—Nick era un taca?o, ?eh? —aventuró Kisten tratando de ocultar su ira.
—Cuidado con lo que dices —contraataqué.
—Sí, se?orita Morgan.
La seductora sumisión en su voz hizo que mis recuerdos regresaran al ascensor. Una vez, Ivy me dijo que a Kisten se le daba muy bien hacerse el sumiso. Lo que descubrí fue que un vampiro sumiso era aún más agresivo de lo que la mayoría podría soportar. Pero yo no era la mayoría. Yo era una bruja.
Fijé mis ojos en los suyos, advirtiendo que eran de un bonito y sobrio color azul. Al contrario que Ivy, Kisten satisfacía su ansia de sangre hasta que dejaba de ser el factor primordial que gobernaba su vida.
—?Ciento setenta y cinco dólares? —ofreció, y me agaché para coger el azúcar.
?Este tipo creía que una cita barata costaba casi doscientos dólares?
—?Cien? —dijo, y le miré, advirtiendo su genuina sorpresa.
—Nuestra cita estándar costaba sesenta dólares —le advertí.
—?Joder! —maldijo, y después vaciló—. Puedo decir ?joder?, ?verdad?
—Co?o, claro.
Desde su puesto sobre la encimera, Ivy dejó escapar una risita. El entrecejo de Kisten se frunció en lo que parecía auténtica preocupación.
—Una cita de sesenta dólares.
Le dediqué una mirada contundente.
—Todavía no he dicho que sí.
El inspiró lenta y profundamente, saboreando mi humor en el aire.
—Tampoco has dicho que no.
—No.
Se derrumbó con dramatismo, provocándome una sonrisa muy a mi pesar.