Jenks sacudió la cabeza. Aunque tenía razón. Todo estaba realmente tranquilo. Demasiado tranquilo. Normalmente se oían los chillidos estridentes de ni?os pixie jugando a las batallas, ocasionales porrazos de utensilios colgados que caían sobre el suelo de la cocina o los gru?idos de Ivy al echarlos del cuarto de estar. La única paz que disfrutábamos allí eran las cuatro horas que dormían al mediodía, y otras cuatro horas después de medianoche.
La calidez de la iglesia empezaba a afectar a Jenks, y sus alas ya eran transparentes y se movían bien. Decidí dejarlas cosas de Ceri donde estaban hasta que pudiera llevárselas al otro lado de la calle y, tras sacudirme la nieve de mis botas junto a los charcos derretidos dejados por Kisten, seguí a Jenks hasta salir de la oscuridad del vestíbulo y hacia el silencioso santuario.
Mis hombros se relajaron cuando percibí la suave iluminación que entraba a través de las ventanas de cristales tintados que llegaban desde las rodillas hasta el techo. El majestuoso piano de media cola de Ivy ocupaba una esquina de la parte frontal, limpio y afinado, pero tan solo lo tocaba cuando yo salía. Mi escritorio tipo buró, cubierto de plantas, estaba en la esquina opuesta, subido en la parte delantera de la plataforma de un palmo de altura donde una vez se ubicaba el altar.
La enorme imagen de una cruz aún sombreaba la pared que había sobre ella, proporcionando una sensación de tranquilidad y protección. Se habían llevado los bancos mucho antes de que yo me instalase, dejando un reverberante espacio de madera y cristal que evocaba paz, soledad, gracia y seguridad. Allí estaba a salvo.
Jenks se puso rígido, despertando intensamente mis sentidos.
—?Ahora! —chilló una voz penetrante.
Jenks salió disparado hacia arriba, dejando una nube de polvo pixie donde había estado, igual que un pulpo al expeler su tinta. Yo me eché a rodar por el suelo de madera con el corazón desbocado.
Un agudo repiqueteo de impactos golpeó las tablas que había a mi lado. El miedo me hizo seguir rodando hasta llegar a un rincón. La fuerza de la línea luminosa del cementerio surgió intensamente a través de mí al invocarla.
—?Rachel! ?Son mis ni?os! —gritó Jenks cuando una ráfaga de diminutas bolas de nieve cayó sobre mí.
Dando arcadas, ahogué la palabra para invocar mi círculo, frenando el creciente poder. Impacto en mi interior, y gru?í mientras la línea de energía se doblaba ocupando repentinamente el mismo espacio. Tambaleándome, caí de rodillas y luché por respirar hasta que el exceso se abrió paso de vuelta a la línea. Oh, Dios. Sentía como si estuviera envuelta en llamas. Debería haberme limitado a hacer el círculo.
—?Qué creéis que estáis haciendo, por los calzones de Campanilla? —exclamó Jenks, quien flotaba sobre mí mientras yo trataba de enfocar el suelo—. ?Deberíais saber que no podéis asaltar a una cazarrecompensas de esa forma! ?Es una profesional! ?Acabaréis muertos! Y dejaré que os pudráis allí donde hayáis caído. ?Aquí somos invitados! Id al escritorio. ?Todos vosotros! Jax, estoy realmente decepcionado.
Recuperé el aliento. Maldición. Eso dolía de verdad. Nota mental: no detener nunca un hechizo de línea luminosa en la mitad de su invocación.
—?Matalina! —vociferó Jenks—. ?Sabes lo que están haciendo nuestros hijos? Me humedecí los labios.
—No pasa nada —dije, levantando la mirada sin encontrar absolutamente a nadie en el santuario. Incluso Jenks había desaparecido—. Adoro mi vida —murmuré, y me puse cuidadosamente en pie en varios movimientos. El ardiente hormigueo de mi piel había cesado y, con el pulso martilleando, liberé completamente la línea, sintiendo como la energía restante fluía para salir de mi chi y me dejaba temblando.
Con el sonido de una abeja enfurecida, Jenks entró desde las habitaciones de atrás.
—Rachel —dijo al detenerse ante mí—. Lo siento. Encontraron la nieve que Kist traía en sus zapatos, y él les estuvo hablando acerca de las batallas de bolas de nieve de cuando era peque?o. Oh, mira. Te han empapado.
Matalina, la esposa de Jenks, entró en el santuario como una onda de seda gris y azul. Dedicándome una mirada de disculpa, se deslizó bajo la ranura de mi escritorio. Me empezaba a doler la cabeza y se me empa?aban los ojos. Su reprimenda fue con un tono de voz tan agudo que ni siquiera pude oírla.
Cansada, me enderece y me recoloqué el jersey. Unas peque?as manchas de agua mostraban dónde me habían impactado. Si hubieran sido hadas asesinas con hechizos en lugar de pixies con bolas de nieve, ya estaría muerta. Mi corazón se tranquilizó y recogí mi bolsa del suelo.
—No pasa nada —repetí, avergonzada y ansiosa porque Jenks se callara—. No ha sido nada. No son más que chiquillos.
Jenks flotaba aparentemente indeciso.
—Sí, pero son mis chiquillos, y somos invitados. Van a pedirte disculpas, entre otras cosas.