Me llegó el sonido de un crujido de la madera desde el cuarto de estar. Se me encogió el estómago. Alguien acababa de sujetar al otro en una silla.
—Adelante —murmuró Kisten sobre el tintineo del agua al caer en la cafetera—. Clava esos dientes. Sabes que quieres hacerlo. Igual que en los viejos tiempos. Piscary percibe todo lo que haces, tanto si lo quieres como si no. ?Porqué crees que no has sido capaz de abstenerte de la sangre últimamente? ?Tres a?os de rechazo y ahora no puedes resistir ni tres días? Ríndete, Ivy. A él le encantaría sentir que nos divertimos de nuevo. Y puede que finalmente tu compa?era lo comprenda. Casi me dijo que sí —le importunó—. No a ti. A mí.
Me quedé rígida. Eso iba dirigido a mí. Yo no estaba en la habitación, pero podría haber estado.
Sonó un nuevo crujido de la madera.
—Como toques su sangre, te mataré, Kist. Te lo juro.
Miré alrededor de la cocina, buscando una forma de escapar, pero era demasiado tarde, ya que Ivy se detuvo en el umbral, raspando el suelo con sus botas. Vaciló, con aspecto de estar inusualmente incómodo mientras calibraba mi malestar en un instante con su asombrosa habilidad para descifrar el lenguaje corporal. Hacia que ocultarle secretos fuese arriesgado, por decir algo. El enfado con Kist le había fruncido el ce?o, y aquella frustración agresiva no auguraba nada bueno, incluso si no iba dirigida hacia mí. Su pálida piel poseía un suave matiz rosáceo mientras trataba de calmarse, haciendo más evidente el tenue trazo de tejido fibrilar en su cuello. Ivy había probado la cirugía para minimizar las evidencias físicas que le había dejado Piscary al reclamarla como suya, pero se mostraban visibles cuando se enfadaba. Y se negaba a aceptar mis amuletos de complexión. Aún tenía que ocuparme de eso.
Al verme inmóvil junto al fregadero, sus ojos marrones se movieron desde mi humeante taza de café hasta la cafetera vacía. Me encogí de hombros y conecté el interruptor para ponerla en marcha. ?Qué podía decir?
Ivy se puso en movimiento y dejó una taza vacía sobre la encimera. Se atusó su pelo negro, rotundamente liso, recuperando la compostura hasta, al menos, parecer calmada y bajo control.
—Estás alterada —dijo; su voz sonaba áspera debido a su enfado con Kisten—. ?Qué pasa?
Saqué mis pases de escenario y los sujeté al frigorífico con un imán en forma de tomate. Mis pensamientos se dirigieron hacia Nick, luego hacia mí, rodando por el suelo para esquivar las bolas de nieve de los pixies. Sin olvidar el placer de oírla amenazar a Kisten acerca de mi sangre, la cual ella jamás iba a probar. Por Dios, había tanto donde elegir…
—Nada —respondí con suavidad.
Se cruzó de brazos, deslumbrante con esos vaqueros azules y su camisa, y se apoyó sobre la encimera junto a la cafetera, esperando a que terminase. Apretó sus finos labios y respiró profundamente.
—Has estado llorando. ?Qué ocurre?
La sorpresa me paralizó de golpe. ?Sabía que había estado llorando? Maldición. No habían sido más que un par de lágrimas. En el semáforo. Y las había enjugado incluso antes de que cayeran. Miré hacia el pasillo desierto; no quería que Kisten lo supiera.
—Te lo cuento luego, ?vale?
Ivy siguió mi mirada hasta el umbral. La incertidumbre le arrugó la piel junto a sus ojos marrones. Entonces lo comprendió de golpe; supo que me habían dejado.
Parpadeó y yo la observé, llena de alivio cuando el primer atisbo de ansia de sangre ante mi nuevo estado desapareció con rapidez.
Los vampiros vivos no necesitaban sangre para permanecer cuerdos, al contrario que los vampiros no muertos. Aunque todavía la ansiaban, escogían cuidadosamente de quién la extraían, normalmente siguiendo sus preferencias sexuales basándose en la feliz posibilidad de que el sexo estuviese incluido en la transacción. Pero la toma de sangre podía alcanzar su importancia, desde confirmar una profunda y platónica amistad, hasta la superficialidad de una relación de una sola noche. Al igual que la mayoría de los vampiros vivos, Ivy decía que ella no equiparaba la sangre con el sexo, pero yo sí. Las sensaciones que un vampiro podía proyectar en mí eran demasiado parecidas al éxtasis sexual como para pensar de otra manera.