—Gracias Rachel —me dijo mientras el coche se detenía allí en la autopista—. Te veré el día veintidós sobre el mediodía en el Coliseo, para que puedas ocuparte de la seguridad junto a mi personal.
—Suena bien —balbuceé, al tiempo que Jenks maldecía y se zambullía en la bolsa cuando se abrió la puerta. Una corriente de aire frío entró en el vehículo y miré hacia el fulgor del atardecer. Detrás de nosotros estaba mi coche. ?Me iba a dejar justo ahí?
—?Rachel? Lo digo en serio. Gracias. —Takata extendió su mano. La acepté y la sacudí con firmeza. Su apretón era fuerte; sentí su mano delgada y huesuda. Muy profesional—. De verdad que te lo agradezco —afirmó al soltarme la mano—. Hiciste bien al dejar la SI. Tienes muy buen aspecto.
No pude evitar sonreír.
—Gracias —respondí, permitiendo que el conductor me ayudase a bajar de la limusina. El vampiro que conducía mi coche pasó junto a mí y se desvaneció en el rincón más oscuro de la limusina mientras yo me ajustaba el cuello del abrigo y volvía a enroscar la bufanda sobre él. Takata agitó su mano para despedirse y el conductor cerró la puerta. El peque?o y cuidadoso hombre me hizo un gesto de despedida con la cabeza antes de volverse. Permanecí con los pies sobre la nieve, observando como la limusina se incorporaba al veloz tráfico y desaparecía.
Con el bolso en la mano, esperé al momento en que no hubiese tráfico para entrar en mi coche. La calefacción estaba al máximo, y respiré profundamente el aroma del vampiro que había estado conduciendo.
Mi cabeza zumbaba con la música que Takata había compartido conmigo. Yo iba a ocuparme de la seguridad en su concierto de solsticio. No había nada más alucinante que eso.
6.
Había dado la vuelta para regresar por el río Ohio hacia los Hollows, y Jenks todavía no había dicho nada. El obnubilado pixie se había situado en su lugar habitual, sobre el espejo retrovisor, y contemplaba las incesantes nubes de nevada, que convertían la brillante tarde en oscura y deprimente. No creía que fuese el frío lo que había vuelto sus alas de color azul, porque yo ya había conectado la calefacción. Era la vergüenza.
—?Jenks? —pregunté, y sus alas perdieron su color.
—No digas ni una sola palabra —murmuró de una forma apenas audible.
—No ha ido tan mal, Jenks.
Se volvió hacia mí, aparentemente disgustado consigo mismo.
—Olvidé mi nombre, Rache.
—No se lo contaré a nadie —respondí, sin poder evitar una sonrisa. Sus alas volvieron a te?irse de rosa.
—?De veras? —me dijo, y yo asentí. No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que, para aquel egocéntrico pixie, era importante tener confianza en sí mismo y mantener el control. Estaba segura que era de allí de donde provenían sus malos modos y su fuerte carácter.
—No se lo digas a Ivy —le pedí—, pero la primera vez que le vi, me enamoré locamente de él. Se podría haber aprovechado; usarme como un pa?uelo de papel y luego tirarme. Pero no lo hizo. Me hizo sentir interesante e importante, incluso aunque yo no era más que otra empleada de la SI en ese momento. Es guay, ?sabes? Un verdadero ser humano. Apuesto a que ni siquiera se fijó en que olvidaste tu nombre.
Jenks suspiró, moviendo todo su cuerpo al exhalar.
—Te has saltado tu salida.
Volví mi cabeza y frené ante un semáforo en rojo, detrás de un odioso todoterreno que no había visto antes. Tenía una pegatina en su parachoques que rezaba: ?Algunos de mis mejores amigos son humanos?. ?Mmm?. Sonreí. Esas cosas solo se veían en los Hollows.
—Quiero ver si Nick ya está despierto, ya que hemos salido —expliqué. Mis ojos se dirigieron hacia Jenks—. ?Estarás bien duran le un rato más?
—Sí —respondió él—. Yo sí, pero tú estás cometiendo un error.
La luz del semáforo cambió y al motor le faltó poco para calarse. Anduvimos a sacudidas, deslizándonos sobre la nieve fundida, antes de acelerar.
—Hoy hemos estado hablando en el zoo —le conté, sintiendo una calidez interior—. Creo que vamos a salir de esta. Y quiero ense?arle los pases de escenario.
Sus alas emitieron un sonoro zumbido.
—?Estás segura, Rachel? Quiero decir que le diste un buen susto al proyectar esa línea luminosa a través de él. A lo mejor no deberías insistir. Dale un poco de espacio.
—Le he dado tres meses —refunfu?é, sin importarme que el tipo del coche que había detrás de mí pensara que estaba ligando con él, debido a que mis ojos estaban fijos en el espejo retrovisor—. Si le diera más espacio, estaría en la luna. No voy a reorganizar sus muebles, tan solo a ense?arle los pases.