Me puse las gafas para protegerme de los destellos y caminé hacia la acera, con las llaves tintineando y la bolsa bien apretada contra mí. Incluso haciendo el trayecto en mi bolso, Jenks iba a coger frío. Me dije a mí misma que tenía que hacer galletas para que pudiera calentarse mientras se enfriaba el horno. Hacía siglos que no preparaba galletas de solsticio. Estaba segura de haber visto unos moldes de galletas, salpicados de harina, en el interior de una fea bolsa de cremallera, al fondo de un armario en alguna parte. Todo lo que necesitaba era azúcar de colores para hacerlas bien.
Me puse de un humor de perlas ante la visión de mi coche, hundido hasta la altura de los tobillos en la crujiente nieve del bordillo. Sí, era tan caro de mantener como una princesa vampírica, pero era mío y yo estaba estupenda sentada al volante, con la capota bajada y el viento acariciando mis largos cabellos… No pagar por el garaje ni siquiera había sido una opción.
Me saludó alegremente con su ruidito habitual cuando lo abrí y dejé las bolsas en el inservible asiento de atrás. Me introduje en la parte delantera, dejando a Jenks cuidadosamente sobre mi regazo, donde podría estar algo más caliente. La calefacción empezó a funcionar a toda potencia en cuanto arrancó el motor. Metí la marcha atrás y estaba a punto de salir cuando un enorme coche blanco se cruzó bloqueándome el paso con un silencioso susurro.
Ofendida, observé mientras aparcaba en doble fila para bloquearme.
—?Oye! —exclamé cuando el conductor salió a abrirle la puerta a su jefe en mitad de la carretera. Puse el coche en punto muerto y salí al exterior, cabreada, y agité la bolsa por encima del hombro—. ?Oye! ?Estoy intentando salir de aquí! —grité con ganas de dar un golpe en el techo del vehículo.
Pero mis protestas se acallaron cuando se abrió la puerta lateral y un hombre mayor con numerosos collares de oro asomó la cabeza. Su rizado pelo rubio sobresalía en todas direcciones. Se dirigió a mí con sus ojos azules brillantes a causa de una emoción contenida.
—Se?orita Morgan —exclamó suavemente—. ?Puedo hablar con usted?
Me quité las gafas de sol y le miré fijamente.
—?Takata? —balbuceé.
El viejo roquero hizo una mueca, y se le formaron unas suaves arrugas en el rostro mientras miraba a los escasos transeúntes. Estos habían advertido la presencia de la limusina y, con mi arrebato de furia, se había armado la gorda, como suele decirse. Con los ojos entornados por la exasperación, Takata alargó su mano, grande y huesuda, haciéndome entrar en la limusina. Ahogué una exclamación y sujeté fuerte mi bolso para no aplastar a Jenks al caer sobre el mullido asiento frente al suyo.
—?Vámonos! —ordenó el músico, y el conductor cerró la puerta y marchó hacia delante.
—?Mi coche! —protesté. Me había dejado la puerta abierta y las llaves puestas.
—?Arron? —dijo Takata, haciendo un gesto hacia un hombre con una camiseta negra, apartado en una esquina del espacioso vehículo. Se deslizó pasando a mi lado y dejó un aroma a sangre que lo etiquetaba como vampiro. Entró una repentina corriente de aire frío cuando salió y cerró la puerta rápidamente detrás de él. Lo observé a través de los cristales tintados mientras se deslizaba sobre mis asientos de cuero con aspecto amenazador, con su cabeza rapada y las gafas de sol. Tan solo esperaba parecer la mitad de buena que él. El amortiguado rugido de mi motor resonó con dos acelerones; después nos pusimos en marcha cuando la primera de las admiradoras comenzaba a palmear las ventanillas.
Con el corazón desbocado, me giré para mirar por la ventana trasera mientras avanzábamos. Mi coche pasaba con cuidado junto a la gente, que seguía en mitad de la carretera gritándonos que volviéramos. Se abrió paso hasta el espacio abierto y nos alcanzó rápidamente, saltándose un semáforo en rojo para continuar cerca de nosotros.
Sorprendida de lo rápido que había sido, me di la vuelta.
La madura estrella del pop llevaba unos estrafalarios pantalones de color naranja. Tenía un chaleco a juego colocado sobre una camisa de suaves tonos ocres. Todo ello era de seda, y pensé que eso era lo único que le salvaba. Por el amor de Dios, si hasta sus zapatos eran de color naranja. Y sus calcetines. Hice un gesto de desagrado. De alguna manera, pegaba con las cadenas de oro y su pelo rubio, que había sido cardado hasta adquirir tanto volumen que podría asustar a los ni?os peque?os. Su piel estaba más pálida que la mía, y yo estaba deseando con todas mis ganas sacar las gafas de montura de madera que había hechizado para ver a través de amuletos de magia terrenal, con la intención de saber si tenía pecas ocultas.