La plaza, pensé y me atraganté con un rayito de esperanza. Giré en redondo, intenté orientarme y tropecé un poco al apartar unas rocas con el pie para buscar mejor. Si aquello era un espejo de Cincinnati, entonces teníamos que estar en Fountain Square. Y si estábamos en Fountain Square, entonces había toda una pasada de círculo esbozado entre la calle y el aparcamiento. Pero era muy, pero que muy grande.
Se me aceleró la respiración cuando revelé con el pie un arco abollado de incrustaciones de color violeta. Era igual. ?Era igual! Frenética, me di cuenta que Al ya casi estaba en el suelo de la plaza. Invoqué a toda prisa la línea más cercana. Fluyó por mi interior con el sabor brillante y espejado de las nubes y el papel de plata. Tulpa, pensé, desesperada por reunir el poder suficiente para cerrar un círculo de ese tama?o antes de que Al se diera cuenta de lo que estaba haciendo.
Me puse rígida cuando me inundó un torrente de energía de línea luminosa. Gemí y apoyé una rodilla en el suelo. El rostro aristocrático de Al perdió expresión y se irguió un poco más. Me vio la intención en los ojos.
—?No! —exclamó y se lanzó hacia delante cuando estiré el brazo para tocar el círculo y pronunciar la invocación.
Se me escapó un grito ahogado cuando, con la sensación de que estaba saliendo de mi propio cuerpo, una oleada reluciente de oro translúcido se alzó del suelo, partió rocas y escombros tirados y se arqueó para cerrarse con un zumbido muy por encima de mi cabeza. Me tambaleé hacia atrás y me quedé con la boca abierta al levantar la cabeza para mirarlo. Joder, había cerrado el círculo de Fountain Square. Había cerrado un círculo de nueve metros de ancho que se había dise?ado para que lo formaran con comodidad siete brujas, no una sola. Aunque al parecer una podía hacerlo si estaba lo bastante motivada.
Al se detuvo de repente agitando los brazos para evitar chocar con el círculo. Una leve reverberación resonó con un tintineo en el aire del atardecer y me subió por la piel como motas de polvo. Abrí mucho los ojos y me quedé mirando fijamente. Campanas. Campanas grandes, profundas y resonantes. Había campanas de verdad y mi círculo las había hecho sonar.
La adrenalina me hizo temblar las piernas, las campanadas sonaron otra vez. Al se quedó quieto y me miró molesto a solo un metro del borde, con la cabeza ladeada y los labios apretados mientras oía desvanecerse la tercera campanada. El poder de la línea que me atravesaba se retiró un poco y se convirtió en un suave zumbido. El silencio de la noche era profundo y aterrador.
—Bonito círculo —dijo Al, parecía impresionado, molesto e interesado—. Vas a ser la estrella en el concurso de arrastre de tractores.
—Gracias. —Me crispé cuando se quitó un guante y le dio unos golpecitos a mi círculo que hicieron aparecer en su superficie unos hoyuelos ondulados—. ?No lo toques! —le solté y él se echó a reír; daba un golpecito tras otro sin dejar de moverse, sin dejar de buscar un punto débil. Era un círculo enorme, podría encontrarlo. ?Qué había hecho?
Me metí las manos bajo las axilas para entrar en calor y miré a Lee, todavía en su círculo, doblemente a salvo dentro del mío.
—Todavía podemos salir de aquí —dije, me temblaba la voz—. Ninguno de los dos tiene que ser su familiar. Si…
—?Cómo puedes ser tan estúpida? —Lee rozó su círculo con el pie y lo disolvió—. Quiero deshacerme de ti. Quiero liquidar mi marca demoníaca. ?Por qué iba a salvarte, por Dios?
Estaba temblando de frío y sentí el mordisco del viento.
—?Lee! —dije al tiempo que me daba la vuelta para no perder de vista a Al, que seguía moviéndose hacia la parte de atrás de mi círculo sin dejar de ponerlo a prueba—. ?Tenemos que salir de aquí!
Lee arrugó la nariz al oler el ámbar quemado y se echó a reír.
—No, primero te voy a hacer papilla de una paliza y después te voy a entregar a Algaliarept, y él va a dar por saldada mi deuda. —Chulito y lleno de confianza, miró a Al, que había dejado de empujar mi círculo y se había detenido con una sonrisa beatífica en la cara—. ?Te parece un plan satisfactorio?
Sentí el peso del miedo en el vientre, que se asentó como un saco de plomo cuando una sonrisa malvada y artificial se extendió por la cara cincelada de Al. Tras él aparecieron una alfombra tejida muy elaborada y una silla de terciopelo granate del siglo XVIII. Sin dejar de sonreír, Al se acomodó, los últimos rayos del sol lo convertían en una mancha roja entre los edificios destrozados.
—Stanley Collins Saladan —dijo mientras cruzaba las piernas—, tenemos un acuerdo. Dame a Rachel Mariana Morgan y desde luego, consideraré tu deuda pagada.