—Y podría hacerlo —dije con voz tensa. Notaba en cada palabra las lágrimas que amenazaban con caer.
—Ya lo sé, pero no estoy aquí por eso. Estoy aquí por lo que no dijo. Lo que le hiciste a tu socio es deplorable, pero un alma tan honorable como él no tendría una opinión tan elevada de alguien que no se lo mereciera. Aunque no entiendo por qué te tiene en tanta consideración.
—Llevo tres días intentando hablar con Jenks —dije con un gran nudo en la garganta—. Estoy intentando disculparme y arreglar todo esto.
—Otra razón para que esté aquí. Los errores se pueden arreglar pero si lo cometes más de una vez, deja de ser un error.
No dije nada, estaba empezando a dolerme la cabeza cuando pasamos por un parque con vistas al río y giramos por una calle lateral. David se tocó el cuello del abrigo y comprendí por su postura que ya casi habíamos llegado.
—Y en cierto modo fue culpa mía que se te escapara —dijo en voz baja—. El árnica montana tiene la mala costumbre de soltarle la lengua a la gente. Lo siento, pero, de todos modos, en eso te equivocaste.
Daba igual cómo se hubiera descubierto el pastel. Jenks estaba furioso conmigo y me lo merecía.
David puso el intermitente y giramos por un camino empedrado. Me tiré de la falda gris y me coloqué bien la chaqueta. Me sequé los ojos, me senté muy erguida e intenté parecer profesional, no como si el mundo se estuviera derrumbando a mi alrededor y yo solo pudiera apoyarme en un hombre lobo que pensaba que era la escoria de la tierra. Habría dado lo que fuera por tener a Jenks en mi hombro soltando chistecitos sobre mi nuevo corte de pelo o diciendo que olía como el fondo de un retrete. Lo que fuera.
—Yo mantendría la boca cerrada si fuera tú —dijo David con tono lúgubre y yo asentí, completamente deprimida—. En la guantera está el perfume de mi secretaria. échate un buen chorro en las medias. El resto huele bien.
Hice lo que me decía como una buena chica; por lo general detestaba con todas mis fuerzas aceptar las indicaciones de otra persona pero en este caso todo eso quedó sofocado por la baja opinión que aquel tío tenía de mí. El anticuado aroma invadió el coche y David bajó la ventanilla con una mueca.
—Bueno, dijiste… —murmuré cuando el aire frío me rodeó los tobillos.
—Va a ser muy rápido una vez que entremos ahí —dijo David con los ojos llenos de lágrimas—. Tu socia vampiresa tiene cinco minutos como mucho antes de que Saladan se cabree por lo de la reclamación y nos eche a patadas.
Sujeté con más fuerza el maletín de la se?ora Aver, que llevaba en el regazo.
—Llegará a tiempo.
La única respuesta de David fue un murmullo sordo. Serpenteamos por un corto camino de entrada que dibujaba un giro cerrado. Lo habían limpiado y barrido y los ladrillos rojos de arcilla estaban húmedos por la nieve fundida. Al final había una casa solariega pintada de blanco con contraventanas rojas y ventanas largas y estrechas. Era una de las pocas mansiones antiguas que se habían reformado pero no habían perdido su encanto. El sol estaba detrás de la casa; David aparcó a la sombra, detrás de una camioneta, y paró el motor. En una de las ventanas delanteras se movió una cortina.
—Te llamas Grace —dijo mi compa?ero—. Si quieren algún tipo de identificación, está en tu cartera, dentro del maletín. Toma. —Me pasó sus gafas—. Póntelas.
—Gracias. —Me puse los lentes de plástico en la nariz y descubrí que David era hipermétrope. Empezó a dolerme la cabeza y bajé las gafas un poco para poder mirar el mundo por encima de ellas en lugar de a través de ellas. Me sentía fatal, tenía mariposas en el estómago, del tama?o de tortugas, por cierto.
A David se le escapó un suspiro y metió la mano entre los dos asientos para coger el maletín que tenía atrás.
—Venga. Vamos.
31.
—David Hue —dijo David con frialdad, parecía aburrido y hasta un poco irritado cuando nos presentamos en la entrada de la antigua mansión—. Tengo una cita.
?Tengo?, no ?tenemos?, pensé sin levantar los ojos e intentando mantenerme en segundo plano mientras Candice, la vampiresa que no le había quitado las manos de encima a Lee en el barco, levantaba una cadera enfundada en unos vaqueros y miraba la tarjeta de visita de David. Había otros dos vampiros detrás de ella, llevaban unos trajes negros que decían a gritos que eran de seguridad. No me importaba interpretar el papel de subordinada dócil. Si Candice me reconocía, las cosas se iban a poner muy negras en cuestión de minutos.