Me peiné con movimientos lentos y deprimidos y me hice un mo?o sobrio y profesional con el pelo corto que tenía. Me puse una buena capa de maquillaje y usé una base que era demasiado oscura, así que tuve que darle a las manos y al cuello una buena cantidad también, pero me cubrió las pecas, que era de lo que se trataba. Con una sensación desdichada, me quité el anillo de madera del me?ique, el hechizo se había roto. Con el maquillaje oscuro y las lentillas marrones, tenía un aspecto diferente pero era la ropa lo que hacía que funcionara el disfraz. Me planté delante del espejo y mientras me miraba con mi soso y aburrido traje, mi soso y aburrido peinado y la expresión sosa y aburrida de mi cara, tuve la sensación de que ni mi madre sería capaz de reconocerme.
Me eché unas gotas del costoso perfume de Ivy (el que ocultaba mi olor) y luego lo acompa?é de un chorrito del perfume almizclado que Jenks había dicho una vez que olía como la parte inferior de un tronco: terroso e intenso. Me sujeté el teléfono de Ivy a la cintura y salí al pasillo; por culpa de los tacones hacía un ruido muy poco habitual en mí. El sonido suave de la conversación de Ivy y David me condujo al santuario, donde los encontré delante del piano de mi compa?era de piso. Ojalá estuviera Jenks allí, con nosotros. Lo necesitaba para algo más que para hacer reconocimientos o para que se encargara de grabaciones y demás. Lo echaba de menos de verdad.
David e Ivy levantaron la cabeza al oír mis pasos. Ivy se quedó con la boca abierta.
—Que me muerdan y me desprecien —dijo—. Por Dios, pero si es lo más horrible que te he visto usar jamás. Hasta pareces respetable y todo.
Esbocé una débil sonrisa.
—Gracias. —Me quedé allí, con las manos juntas mientras David me recorría entera con los ojos, la ligera relajación de los hombros fue la única se?al de aprobación. Se dio la vuelta, metió los papeles en el maletín y lo cerró de un golpe. La se?ora Aver había dejado el suyo allí y lo cogí cuando me lo indicó David—. ?Me traerás mis hechizos? —le pregunté a Ivy.
Mi compa?era de piso suspiró y miró al techo.
—Kisten ya viene de camino. Lo repasaré todo con él una vez más, y después cerraremos la iglesia y nos iremos. Te daré un toque cuando estemos listos. —Me miró—. ?Supongo que tienes mi teléfono de reserva?
—Eh… —Lo toqué en la cintura—. Sí.
—Bien. Vete —dijo mientras se daba la vuelta y se alejaba—. Antes de que haga algo absurdo, como darte un abrazo, por ejemplo.
Deprimida e insegura, me fui a la calle. David estaba detrás de mí, no hacía ruido pero notaba su presencia por el leve aroma a helechos.
—Gafas de sol —murmuró cuando estiré el brazo para coger el pomo de la puerta, hice una pausa y me las puse. Abrí la puerta de un empujón y gui?é los ojos bajo los rayos de últimas horas de la tarde mientras me abría camino entre las ofrendas de pésame que iban desde ramos de floristería a páginas de colores brillantes arrancadas de libros de colorear. Hacía frío y el aire vivificante me refrescó.
El sonido del coche de Kisten me hizo levantar la cabeza y se me disparó el pulso. Me paré en seco en los escalones y David estuvo a punto de chocar conmigo. Tiró con el pie un jarrón achaparrado que rodó por los escalones hasta la acera y derramó el agua y el único capullo de rosa que albergaba.
—?Lo conoces? —preguntó, y sentí su aliento cálido en el oído.
—Es Kisten. —Lo vi aparcar y salir del coche. Dios, qué guapo estaba, tan sexy y elegante.
David me cogió por el codo y me puso en movimiento.
—Sigue andando. No digas nada. Quiero ver cómo aguanta tu disfraz. Tengo el coche ahí enfrente.
Me gustó la idea así que seguí bajando las escaleras y solo paré para recoger el jarrón y ponerlo en el último escalón. De hecho, era un tarro de mermelada con un pentagrama de protección pintado y emití un leve sonido de reconocimiento después de volver a meter la rosa roja y enderezarme. Hacía a?os que no veía uno.
Sentí un hormigueo en el estómago cuando se acercaron los pasos de Kisten.
—Bendita sea —dijo al pasar a mi lado, creyendo que había sido yo la que había dejado la flor allí, no que solo la había recogido. Abrí la boca para decir algo pero la cerré cuando David me pellizcó el brazo.
—?Ivy! —gritó Kisten mientras aporreaba la puerta—. ?Venga! ?Vamos a llegar tarde!
David me acompa?ó al otro lado de la calle y rodeamos su coche, me cogía del codo con firmeza. El suelo estaba resbaladizo y los tacones que llevaba puestos no estaban hechos para el hielo.
—Muy bien —dijo, y parecía impresionado a su pesar—. Claro que tampoco es como si te hubieras acostado con él.
—En realidad —dije mientras me abría la puerta—, lo he hecho.
Me miró de repente y una expresión convulsa de asco le cruzó la cara. Dentro de la iglesia se oyó un grito tenue.
—?Estás de puta co?a! ?Era ella? ?No jodas!
Apoyé la frente en los dedos. Por lo menos no hablaba así cuando yo estaba delante. Posé los ojos en David, solo nos separaba la anchura de la puerta.
—Es lo de ser de especies distintas, ?no? —dije con tono neutro.