—Gracias, se?or —respondió Ceri. Había estado comiendo sus patatas fritas durante el reconocimiento de Keasley y ahora miraba con tristeza el fondo del paquete.
Jenks llegó a su lado al instante.
—?Quieres más? —le ofreció—. Prueba a ponerles un poco de kétchup.
De repente, el entusiasmo de Jenks por llevarle patatas fritas estuvo muy claro. No eran las patatas lo que le interesaba, sino el kétchup.
—Jenks —le dije con cansancio en la voz mientras le llevaba su café a Keasley, y me apoyaba en la isla central—. Tiene más de mil a?os. Incluso los humanos comían tomates por entonces. —Dudé—. Tenían tomates por aquel entonces, ?verdad?
El zumbido de las alas de Jenks bajó considerablemente de volumen.
—Mierda —murmuró antes de brillar con más fuerza—. Adelante —le dijo a Ceri—. Esta vez intenta poner el ?micro? sin mi ayuda.
—??Micro?? —preguntó, secándose cuidadosamente las manos con una servilleta a la vez que se ponía en pie.
—Sí. ?No tienen microondas en siempre jamás?
Ella sacudió la cabeza, columpiando las puntas de sus rubios cabellos.
—No, preparaba la comida de Al con magia de las líneas luminosas. Esto es… antiguo.
Jenks se agitó y casi derramó su café. Sus ojos siguieron la elegancia de Ceri mientras esta se dirigía al frigorífico y sacaba una caja de patatas, para el agrado de Jenks. Ceri apretó los botones meticulosamente, aprisionando su labio inferior entre los dientes. Encontré extra?o que aquella mujer tuviese más de mil a?os y sin embargo creyese que el microondas era algo primitivo.
—?Siempre jamás? —dijo Keasley suavemente, y mi atención volvió a él.
Sostenía el café ante mí con ambas manos, para calentarme los dedos.
—?Cómo está?
Se encogió de hombros.
—Lo bastante saludable. Puede que un poco delgada. Ha sido maltratada mentalmente. No puedo decir qué le han hecho ni cómo. Necesita ayuda.
Inspiré profundamente, bajando la mirada hacia mi taza.
—Tengo un gran favor que pedirte.
Keasley se enderezó.
—No —espetó mientras colocaba la bolsa sobre su regazo y comenzaba a meter sus cosas dentro—. No sé quién, o qué, es ella.
—Se la arrebaté al demonio cuyo trabajo te toco coser a ti el pasado oto?o —comenté, tocándome el cuello—. Ella era el familiar de eso, digo de él. Pagaré por su alojamiento y manutención.
—No se trata de eso —protestó. Sus cansados ojos marrones parecían preocupados mientras sostenía la bolsa en una mano—. No sé nada acerca de ella, Rachel. No puedo arriesgarme a alojarla. No me pidas que lo haga.
Me incliné ocupando el espacio que había entre nosotros, casi enfadada.
—Ha estado en siempre jamás el último milenio. No creo que quiera matarte —repliqué, y sus cuarteados rasgos mostraron un repentino temor—. Todo lo que necesita —proseguí, sorprendida por haber dado con uno de sus temores—, es un emplazamiento normal donde puede recuperar su personalidad. Y una bruja, un vampiro y un pixie que viven en una iglesia y cazan a los malos no es algo normal.
Jenks nos observaba desde el hombro de Ceri mientras ella contemplaba cómo se calentaban sus patatas fritas. El rostro del pixie estaba serio; podía oír la conversación tan claramente como si estuviera encima de la mesa. Ceri le hizo una pregunta en voz baja, y él se giró para responderle alegremente. Jenks había echado a todos de la cocina excepto a Jih, por lo que reinaba un bendito silencio.
—Por favor, Keasley —susurré.
La etérea voz de Jih se elevó en un canto y el rostro de Ceri se iluminó. Se unió a ella, con la voz tan clara como la del pixie, y logró entonar tres notas antes de echarse a llorar. Me quedé mirando la nube de pixies que entraban en la cocina, casi inundando a Ceri. Desde el salón llegó un iracundo grito de Ivy, quien se quejaba de que los pixies estaban interfiriendo de nuevo la recepción de su estéreo.
Jenks les gritó a sus ni?os, y todos se fueron volando, salvo Jih. Juntos, consolaron a Ceri; Jih con calma y suavidad, Jenks de una forma algo más torpe. Keasley dejó caer sus brazos, y entonces supe que lo haría.
—De acuerdo —dijo—. Probaré durante unos días pero, si no resulta, se vuelve con vosotros.
—Es justo —contesté, sintiendo como un enorme peso se me iba del pecho. Ceri levantó la mirada, con sus ojos todavía húmedos.
—No me habéis pedido mi opinión.
Mis ojos se abrieron de golpe y se me encendió el rostro. Su oído era tan bueno como el de Ivy.
—Mmm —balbuceé—. Lo siento, Ceri. No es que no quiera que te quedes aquí…
Ella asintió con solemnidad en su rostro, en forma de corazón.
—Soy una molesta piedra en una fortaleza de soldados —me interrumpió—. Me sentiré muy honrada de permanecer junto al guerrero retirado y de aliviar sus heridas.