Keasley estaba de camino hacia aquí. Le llevaría un buen rato, ya que se encontraba tan afectado por la artritis que la mayoría de los amuletos contra el dolor ni siquiera podían aliviarle. Me sentía mal por obligarle a salir en mitad de la nieve, pero habría sido incluso menos considerado bajar hasta su casa.
Con un propósito desconocido, Jenks se posó sobre el hombro de Ceri y le habló durante la operación de preparar patatas fritas en el microondas. Ella se inclinó para contemplar el movimiento giratorio del peque?o envase de cartón con mis zapatillas rosas calzadas en sus pies, que le quedaban grandes y le daban un aspecto desgarbado. Las chicas pixie revoloteaban a su alrededor en un torbellino de seda de colores y cháchara, ignoradas en su mayor parte. El interminable sonido había hecho huir a Ivy al salón, donde actualmente se escondía con los auriculares puestos.
Levanté la cabeza al sentir un cambio en la presión del aire.
—?Buenas? —dijo una potente y áspera voz desde la parte delantera de la iglesia—. ?Rachel? Las pixies me han abierto la puerta. ?Dónde estáis, se?oritas?
Miré a Ceri, advirtiendo su repentino temor.
—Es Keasley, un vecino —le informé—. Te va a hacer un reconocimiento. Para asegurarnos de que estás sana.
—Estoy bien —respondió de forma pensativa.
Al creer que aquello iba a resultar más difícil de lo que pensaba, me escabullí de puntillas hasta el pasillo para hablar con él antes de que conociera a Ceri.
—Hola, Keasley, estamos aquí detrás.
Su frágil y corva silueta renqueaba a lo largo del pasillo, bloqueando la entrada de luz. Había más ni?os pixie escoltando su paso, coronándole con círculos del polvo de pixie que derramaban. Keasley llevaba una bolsa de papel marrón en su mano, y traía consigo el gélido aroma de la nieve que se mezclaba agradablemente con la característica esencia a secuoya de las brujas.
—Rachel —comenzó a decir, entornando sus ojos marrones a medida que se acercaba a mí—. ?Cómo está mi pelirroja preferida?
—Estoy bien —respondí antes de darle un breve abrazo y pensar que, tras mi exitoso duelo con Algaliarept, bien era decir poco. Llevaba un mono de trabajo deteriorado que olía a jabón. Yo lo consideraba como el viejo sabio del vecindario y, al mismo tiempo, como una especie de abuelo sustituto, y no me importaba que tuviese un pasado que no deseara compartir con nadie. Era una buena persona; eso era todo lo que necesitaba saber.
—Entra. Hay alguien que quiero que conozcas —le dije, y él se detuvo con una suspicaz prudencia—. Necesita tu ayuda —a?adí en voz baja.
Oprimió sus finos labios y las oscuras arrugas de su frente se hicieron más profundas. Keasley tomó aire lentamente; sus manos artríticas hacían crujir la bolsa de papel. Asintió, dejando asomar una incipiente calva en su pelo grisáceo de marcados rizos. Tras resoplar de alivio, le hice entrar en la cocina, quedándome atrás para poder ver su reacción ante Ceri.
El viejo zorro se quedó clavado al mirar hacia el interior. Pero cuando vi a la delicada mujer con las zapatillas rosas de peluche, embutida en aquel elegante vestido de baile, que sostenía un cartón de humeantes patatas fritas en las manos, pude entender por qué.
—No necesito ningún médico —espetó Ceri.
Jenks se elevó desde su hombro.
—Hola Keasley. ?Vas a examinar a Ceri?
Keasley asintió, renqueando al ir en busca de una silla. Le indicó a Ceri que se sentara, y luego él también se posó cuidadosamente sobre el asiento contiguo. Situó la bolsa entre sus pies con un resoplido, y la abrió para extraer de ella un medidor de presión arterial.
—Yo no soy médico —admitió—. Me llamo Keasley.
Sin tomar asiento, Ceri miró hacia mí, y luego a él.
—Yo soy Ceri —contestó en lo que fue apenas un suspiro.
—Bueno, Ceri, encantado de conocerte. —Tras dejar el medidor sobre la mesa, le ofreció su mano, consumida por la artritis. Ceri se la estrechó con inseguridad. Keasley la sacudió sonriente, mostrando sus dientes manchados por el café. El anciano volvió a se?alar la silla y Ceri tomó asiento finalmente, soltando de mala gana sus patatas fritas y mirando el medidor de forma suspicaz.
—Rachel quiere que te examine —le anunció mientras sacaba más material médico.
Ceri me lanzó una mirada, a la vez que dejaba escapar un suspiro de resignación.
El café ya se había hecho y, mientras Keasley le tomaba la temperatura, comprobaba sus reflejos y su presión arterial y le hacía decir: ?Ahhhh?, le llevé una taza a Ivy al cuarto de estar. Se encontraba sentada de lado en su sillón acolchado, con los auriculares puestos, la cabeza sobre uno de sus brazos y los pies colgando sobre el otro. Tenía los ojos cerrados, pero estiró su brazo sin mirar, recogiendo la taza en el momento en que la puse sobre la mesa.
—Gracias —murmuró, y me marché sin que hubiera abierto los ojos. A veces Ivy me daba escalofríos.
—?Café, Keasley? —pregunté al regresar.
El anciano le echó un vistazo al termómetro y lo apagó.
—Sí, gracias. —Obsequió a Ceri con una sonrisa—. Estás bien.