—Soy una vampiresa viva —matizó al posar el icono religioso en la mano de la mujer elfo—. Nací con el virus vampírico. Sabes lo que es un virus, ?no?
Ceri paseaba sus dedos sobre las líneas de la plata tallada.
—Mi demonio me permitía leer lo que yo deseaba. Un virus está matando a uno de mis familiares. No es el virus vampírico. Es otro distinto.
Ivy me lanzó una rápida mirada, y luego se volvió hacia la peque?a mujer, quien permanecía una pizca demasiado cerca de ella.
—El virus me cambió cuando crecía en el útero de mi madre, convirtiéndome en ambas cosas. Puedo pasear bajo la luz del sol y rendir culto sin dolor —explicó Ivy—. Soy más fuerte que tú —prosiguió mientras, sutilmente, ponía más espacio entre ellas—. Pero no tan fuerte como un auténtico no muerto. Y tengo alma —a?adió en último lugar, como si esperase que Ceri lo negara.
La expresión de Ceri se volvió vacía.
—Vas a perderla.
Un ojo de Ivy tembló.
—Ya lo sé.
Contuve mi aliento escuchando el tictac del reloj y el zumbido casi subliminal de las alas de los pixies. La delgada mujer sostuvo el crucifijo ante Ivy con solemnidad en sus ojos.
—Lo siento. Ese es el infierno del que me salvó Rachel Mariana Morgan.
Ivy contemplaba la cruz en la mano de Ceri sin emoción alguna.
—Espero que pueda hacer lo mismo por mí.
Me sobrecogí. Ivy había basado su cordura en la esperanza de que existiera algún tipo de magia que fuese capaz de purgar el virus de ella; que lo único necesario sería el hechizo adecuado que le permitiese dejar el camino de sangre y violencia. Pero no lo había. Esperé a que Ceri le contase a Ivy que nadie estaba más allá de la redención, pero lo único que hizo fue asentir, sacudiendo su delicado cabello.
—Espero que así sea.
—Yo también. —Ivy miró el crucifijo que Ceri sostenía ante ella—. Quédatelo. Ya no me resulta de ayuda.
Mis labios se separaron de sorpresa, y Jenks se posó sobre mis grandes pendientes de aro, al tiempo que Ceri se lo colgaba alrededor de su cuello. La plata minuciosamente tallada quedaba bien en contraste con el intenso morado y verde de su elegante vestido.
—Ivy… —comencé a decir, y me agité cuando Ivy entrecerró los ojos y me miró.
—Ya no resulta de ayuda —repitió con firmeza—. Ella lo quiere. Y se lo voy a dar.
Ceri levantó su mirada; claramente aliviada por aquel icono.
—Gracias —susurró.
Ivy frunció el ce?o.
—Como vuelvas a tocar mi escritorio, te romperé todos tus dedos.
Ceri recibió aquella amenaza con un despreocupado entendimiento que me sorprendió. Era evidente que ya había tratado antes con vampiros. Me pregunté dónde, ya que los vampiros no podían manipular las líneas luminosas, por lo que serían unos familiares lamentables.
—?Qué tal un poco de té? —les ofrecí, deseando hacer algo normal. Preparar té no era normal, pero se le acercaba mucho. La tetera estaba hirviendo y, mientras revolvía los armarios buscando una taza lo bastante buena para un invitado, Jenks ahogó una risita, balanceando mi pendiente como si fuera un columpio hecho con un neumático. Sus ni?os entraban volando en la cocina de dos en dos y de tres en tres, para el fastidio de Ivy, atraídos por la novedosa presencia de Ceri. Revolotearon sobre ella, y fue Jih la que se situó más cerca.
Ivy permaneció junto a su ordenador, a la defensiva y, tras un momento de vacilación, Ceri se sentó en la silla más alejada de ella. Tenía un aspecto solitario y extraviado al acariciar el crucifijo alrededor de su cuello. Mientras me dedicaba a buscar una bolsita de té en la despensa, me pregunté cómo iba a hacer que esto saliera adelante. A Ivy no le iba a gustar la idea de tener otra compa?era. ?Y dónde íbamos a instalarla?
El acusador tintineo de los bolígrafos de Ivy sonó con fuerza cuando reordenó su bote de lapiceros.
—Tengo una —anuncié aliviada al encontrar finalmente una bolsita de té. Jenks me abandonó para incordiar a Ivy, ahuyentado de mi pendiente por el vapor que se elevaba al verter el agua hirviendo en la taza.
—Toma, Ceri —le dije, apartando a los pixies de su lado, y dejé la taza sobre la mesa—. ?Quieres ponerle algo?
Ella miró la laza tomo si nunca hubiera visto una antes. Sacudió la cabeza con los ojos muy abiertos. Vacilé, preguntándome lo que había hecho mal. Parecía como si estuviera a punto de echarse a llorar de nuevo.
—?Estás bien? —le pregunté, y ella asintió, con la mano temblorosa al coger la taza.
Jenks e Ivy la estaban mirando.
—?Estás segura de que no quieres azúcar u otra cosa? —insistí, pero volvió a sacudir su cabeza. Su fina barbilla temblaba cuando se llevó la taza a los labios.
Frunciendo el ce?o, fui a sacar los granos de café del frigorífico. Ivy se levantó para enjuagar el decantador. Se inclinó acercándose a mí, dejando el agua caer para ocultar sus palabras mientras me hablaba.
—?Qué le pasa? Está llorando encima del té.
Me di la vuelta.
—?Ceri! —exclamé—. ?No pasa nada si quieres un poco de azúcar!