Su personalidad estaba regresando a ella más rápidamente de lo que hubiera creído posible, pasando del silencio a las frases cortas en cuestión de minutos. En su forma de hablar había una curiosa mezcla de modernidad y encanto del mundo antiguo que probablemente le venía de haber estado tanto tiempo viviendo con demonios. Se detuvo ante el umbral de mi cocina, con los ojos muy abiertos al verla al completo. No creo que fuese por el impacto cultural. La mayoría de personas sufría una reacción similar al ver mi cocina.
Era enorme, con un hornillo de gas y otro eléctrico, de forma que pudiera cocinaren uno y preparar hechizos en el otro. El frigorífico era de acero inoxidable y lo bastante grande como para meter una vaca en su interior. Había una ventana corredera desde la que se contemplaba el jardín nevado y el cementerio, y mi pez beta, el se?or Pez, nadaba feliz en una copa de brandi sobre el alfeizar. Las luces fluorescentes iluminaban la amplia encimera de resplandeciente cromo que no desentonaría si estuviera ante las cámaras de un programa de cocina.
A su vez, llamaba la atención una isla central con un estante lleno con mi equipo de hechicería y las hierbas secas recogidas por Jenks y su familia, que ocupaba gran parte del espacio. La antigua y extensa mesa de Ivy ocupaba el resto. La mitad estaba meticulosamente dispuesta como su despacho, con su ordenador (más rápido y potente que un paquete de laxantes de tama?o industrial), archivos ordenados por colores, mapas y los marcadores que utilizaba para organizar sus cacerías. La otra mitad de la mesa era mía, y estaba vacía. Ojalá pudiera decir que era por pulcritud, pero cuando yo iba de cacería, cazaba. No lo planificaba hasta la saciedad.
—Siéntate —le ofrecí despreocupadamente—. ?Qué tal un poco de café?
?Café?, pensé mientras me acercaba a la cafetera y me deshacía de los posos viejos. ?Qué iba a hacer con ella? No se trataba de un gatito perdido. Ceri necesitaba ayuda. Ayuda profesional.
Ceri me observaba, una vez más con la mirada perdida.
—Yo… —balbuceó, con un aspecto asustado y frágil en su elegante atuendo. Miré mis vaqueros y mi jersey rojo. Aún llevaba puestas mis botas para la nieve, y me sentí estúpida.
—Toma —le dije sacando una silla—. Voy a hacer un poco de té.
Tres pasos hacia delante y uno hacia atrás, pensé cuando ella ignoró la silla que le había ofrecido y usó en cambio la que había frente al ordenador de Ivy. Puede que el té fuese más apropiado, teniendo en cuenta que ella tenía más de mil a?os. ?Tendrían café en aquellos tiempos?
Yo contemplaba mis estantes, tratando de recordar si teníamos alguna tetera, cuando Jenks y unos quince de sus hijos hicieron acto de presencia, hablando todos a la vez. Sus voces eran tan agudas y aceleradas que me provocaban dolor de cabeza.
—Jenks —le rogué, mirando hacia Ceri. Ya parecía lo suficientemente confusa—. Por favor.
—No van a hacer nada —protestó de forma beligerante—. Además, quiero que la olfateen como es debido. No sabría decir lo que es, apesta a ámbar quemado que es una barbaridad. ?Pero quién es, y qué estaba haciendo descalza en nuestro jardín?
—Esto… —musité, con súbita cautela. Los pixies tenían un olfato excelente, eran capaces de saber de qué especie era cualquier cosa con tan solo olería. Tuve el palpito de que yo sabía lo que era Ceri, y en realidad no quería que Jenks lo averiguase.
Ceri levantó su mano a modo de columpio, sonriendo angelicalmente a las dos chicas pixies, quienes rápidamente se posaron sobre ella; sus vestidos de seda verde y rosa se agitaban ante la brisa que provocaban sus alas de libélula. Se encontraban parloteando amigablemente de la forma en la que lo hacen las chicas pixies, aparentando ser estúpidas pero en realidad conscientes hasta del último ratón que se esconde bajo el frigorífico. Estaba claro que Ceri había visto pixies con anterioridad. Eso la convertía en inframundana si tenía mil a?os de edad. La Revelación, cuando todos salimos de nuestro escondite para vivir abiertamente con los humanos, tan solo había ocurrido cuarenta a?os atrás.
—?Eh! —exclamó Jenks al ver que sus hijos la estaban monopolizando, y se marcharon de la cocina revoloteando en un caleidoscópico remolino de color y sonido. Ocupó su lugar de forma inmediata, indicando a su hijo mayor, Jax, que se posara sobre la pantalla del ordenador que había detrás de ella.
—Hueles igual que Trent Kalamack —le espetó sin rodeos—. ?Qué eres?
Me invadió una sensación de ansiedad y me volví, dándoles la espalda. Maldita sea, yo estaba en lo cierto. Era una elfa. Si Jenks se enteraba, lo contaría por todo Cincinnati en cuanto subiese la temperatura y pudiese salir de la iglesia. Trent no deseaba que el mundo supiera que los elfos habían sobrevivido a la Revelación, y rociaría todo el edificio con agente naranja para acallar a Jenks.
Me volví y agité frenéticamente mis dedos ante Ceri, simulando cerrar mi boca con una cremallera. Al darme cuenta de que no tenía ni idea de lo que quería decirle, puse un dedo sobre mis labios. La mujer me lanzó una mirada interrogativa y volvió a mirar a Jenks.
—Soy Ceri —dijo seriamente.
—Ya, ya —replicó Jenks con impaciencia apoyando las manos en sus caderas—. Lo sé. Tú eres Ceri. Yo soy Jenks. Pero ?qué eres? ?Eres una bruja? Rachel es una bruja.
Ceri miró hacia mí y luego apartó la mirada.
—Soy Ceri.